Con-Fabulación
entrevista a José Luis Cuevas (México D.F., 1934), polémico dibujante, pintor,
escultor y grabador, que en su extensa carrera ha obtenido los siguientes
reconocimientos: Primer Premio Internacional de Dibujo (Bienal de São
Paulo, 1959); Primer Premio Internacional de Grabado (Nueva Delhi, 1968); Premio
Nacional de Bellas Artes (México, 1981); Premio Internacional del Consejo
Mundial del Grabado (San Francisco, 1984); Orden de Caballero de las Artes y de
las Letras (República Francesa, 1991).
Cuevas reflexiona sobre su iniciación, sus ritos de paso, sus crudas
obsesiones creativas, y su aproximación vital a personajes como Warhol, Chagall
y Ezra Pound.
Aquí un homenaje a uno de los más influyentes artistas
latinoamericanos de las últimas décadas.
Por Gonzalo Márquez Cristo
Con la colaboración especial de Amparo Osorio
Hacía
calor en la Ciudad de México. Eran las dos y media de la tarde y el
encuentro se había pactado para las cuatro. Sin tiempo para almorzar
debíamos desplazarnos desde el Zócalo hasta la Colonia San Ángel
postergando sin esperanza la mágica sopa de flor de calabazas
indefinidamente. Aunque lo sensato era ir en Metro tomaríamos un taxi
para ultimar detalles del reportaje con comodidad, sabiendo que por ser
viernes sería caótico el largo recorrido.
Frente
al hotel Majestic esperamos durante quince infructuosos minutos, hasta
que finalmente un pintoresco conductor accedió a llevarnos por el precio
reglamentario. “Tenemos prisa”, dijimos con ímpetu, “la cita es a las
4”. “Estamos lejos y probablemente nunca lleguemos”, respondió secamente
aquel hombre que parecía una escultura tolteca, y aunque sus palabras
nos preocuparon ya no teníamos alternativa.
El
tráfico era demencial. Por el camino repasábamos la vida de Cuevas,
evocábamos la fuerza de sus dibujos, sus grandes escándalos, su relación
con la literatura y sus más difundidas controversias. “¿Tienen cita con
el pintor?”, preguntó el hombre sin cuello, después de escucharnos con
atención durante varias cuadras. Asentimos. Reparamos en su aspecto, en
su bigote descuidado, en sus ojos redondos que nos espiaban por el
retrovisor. Luego comentó: “Conozco las mejores rutas para ir allí, pero
esta ciudad parece endemoniada”.
El
auto salía de un embotellamiento para entrar en otro, sabíamos que
Cuevas tenía una cita posterior a la nuestra con el poeta catalán Ramón
Xirau (afincado en México desde hacía siete décadas), y nuestro plan era
conversar el mayor tiempo posible.
“¿Por
qué entrevistan a ese hombre, si aquí hay numerosos artistas de mayor
calidad?”, intervino nuevamente el conductor. Comenzamos a exasperarnos.
Nos fastidió su intromisión que obstaculizaba la preparación del
cuestionario y escindía el trance que siempre buscábamos durante los
minutos previos al encuentro con nuestros grandes personajes
periodísticos.
“Nos parece uno de los colosos de la plástica, por eso”, respondimos al fin con un matiz pendenciero.
“Lo
único colosal que él tiene es su personalidad y la Giganta que hay en
su museo del centro. Aunque en verdad esa escultura le quedó muy bien”,
respondió el tipo categórico.
Sonreímos. “Usted dice que hay mejores artistas aquí, ¿a quiénes se refiere?”, interrogamos entonces apaciblemente.
“Conozco
por lo menos a cincuenta artistas que trabajan la madera y que podrían
hacer más bonitas estatuas que él, y tal vez otros cien que realizan
objetos de cerámica... Cuevas cree que todos somos monstruos o locos;
aunque ahora que lo pienso podría tener razón”.
“Una risa,
Como un aullido
Desde el fondo del tiempo
Desde el fondo del niño
Cada día
José Luis dibuja nuestra herida”.
Había
escrito, como tributo al pintor, Octavio Paz en su poema “Totalidad y
fragmento”. El entrometido tolteca hablaba en tono irónico sin
moderación pero para nuestra suerte nos acababa de regalar el comienzo
del reportaje. La austeridad verbal había sido demolida y unas cuadras
más adelante ya comenzábamos a interrogarlo sobre arte mexicano, sobre
el agave azul y las Chivas de Guadalajara, y él opinaba con arrogancia
enriqueciendo nuestro cuestionario. Y de repente replicó con tono
vehemente: “José Luis se cree el mejor, ¿pero dónde quedan los mayas, o
el Diego y la Frida?”
Continuamos
nuestro desvarío y minutos después, cuando la conversación comenzaba a
entrar en zonas privadas, pasamos cerca a Coyoacán y nos detuvimos para
proveernos de un mítico tequila. El chofer brindó con nosotros. Nos
estábamos aproximando. Miramos el reloj con angustia. La plática siguió
animada y poco antes de las concertadas cuatro de la tarde giramos a la
derecha y entramos a la colonia San Ángel. Allí decía en una placa
metálica: “Paseo Cuevas” y en la mitad de la avenida vimos con regocijo
su famosa escultura los “Siameses”.
“Llegaremos
a tiempo” afirmó entonces el taxista mientras nos íbamos acercando a la
casa de Cuevas, preguntando en cada esquina por la dirección, para
evitar cualquier extravío en ese momento crucial.
Minutos
después, cuando ingresamos a la calle Fresnos, le gritó al celador de
una de las mansiones de ese barrio adoquinado: “Amigo, ¿cuál es la casa
de José Luis?”. El hombre sonrió por la irreverencia y nos hizo una
señal con la mano. Pagamos atropelladamente y nos dirigimos a la puerta
mientras él taxista esperaba atento. Entonces lo escuchamos decir: “Si
sale a abrir le voy a pedir un autógrafo, de no ser así por favor digan
que los trajo su más grande admirador”.
“Así
lo haremos”, replicamos riendo, pero como nos abrió uno de sus
asistentes el hombre frustrado partió dando un pito de despedida. Nos
hicieron seguir a la sala de espera; a nuestras espaldas teníamos un
enorme dibujo de Cuevas, a la derecha una biblioteca y unas fotografías
con pintores y escritores. Al frente una ventana radiante y otra de sus
obras. La entrevista sería literalmente a contraluz.
Muy
pronto su esposa Beatriz apareció en ropa deportiva y nos ofreció café.
Hablamos del poeta Marco Antonio Campos y de varios amigos comunes
hasta que escuchamos los precisos pasos de Cuevas acercándose. El
artista nos saludó con entusiasmo y al enterarse de que éramos
colombianos empezó a contar anécdotas de Alejando Obregón y de Leonel
Góngora.
—Yo
quiero más a Colombia que a México, ese país es mi patria afectiva.
Supe que murió Negret y también Rayo, es una lamentable ausencia. De
ambos tengo bellas obras en mi museo y especialmente recuerdos
inolvidables…
—Negret falleció a los 92; creímos que nunca moriría, en una entrevista lo comparamos con Nosferatu, no solo por su evidente semejanza, sino por su longevidad indeclinable... Omar concibió un hermoso epitafio que acompaña sus cenizas: “Aquí cayó un Rayo”.
—Omar
fue siempre principesco, irónico y lúcido. Yo una vez expuse en su
museo de Roldanillo... Están muriendo todos mis amigos. Una semana antes
de fallecer Carlos Fuentes vino a visitarme, lo noté muy triste, lo
cual me extrañó... Su actitud me pareció premonitoria. Nos habíamos
distanciado en una época, cuando él estuvo de embajador en Francia. Años
después lo llamé para felicitarlo por algún premio y le dije: “Estoy
peleado con el embajador, no con el escritor”, y así recobramos nuestra
amistad hasta el final. Hay mucha poesía en los primeros libros de
Fuentes.
El
febril preludio duró cuarenta minutos y Beatriz del Carmen, advirtiendo
la comunicación que se instauraba, decidió asistir sola a la reunión
con Xirau diciendo que más tarde enviaría al conductor por su esposo;
pero antes nos mostró la maqueta de la escultura que acabábamos de ver
en la avenida y enfatizó que se llamaba Los Siameses, aludiendo a Cuevas
y a ella. La miramos buscando el parecido con esa cabeza de bronce.
Ella rio. Luego nos condujo por la planta baja de su maravillosa casa
llevándonos a un gran ambiente donde un salvaje perro de Tamayo ladraba a
la luna.
De
regreso a la primera sala nos acomodamos y esgrimimos nuestro
cuestionario intensamente estudiado con el taxista y ubicamos en la mesa
el celular en su función de grabación.
Cuevas
nació en la Ciudad de México en 1934 y desde los cinco años dibuja sin
cesar. Antes de cumplir los diez inició estudios como asistente de arte
en la escuela La Esmeralda y a los catorce realizó su primera exposición
en el Seminario Axiológico.
—Mi
abuelo administraba una fábrica papelera que se llamaba “Lápiz del
águila”, situada en el Callejón El Triunfo, rodeada de seres marginales.
Allí adquirí la obsesión por el dibujo, lo cual resulta un poco obvio,
pues manchaba todo papel que encontraba a mi paso. En ese lugar viví
sólo hasta los siete años, pero lo único que he hecho durante los otros
setenta, es lograr que la metáfora de mi abuelo sea legítima, y que mi
lápiz sea conducido por un ave de presa.
—Probablemente
ya lo logró… Siguiendo con su ascendencia, su padre fue boxeador y
piloto, ¿es cierto que cuando llegaba a la casa en vez de golpear o
timbrar disparaba?
—Era
un ser rudo que todavía me agrada imitar. La Revolución Mexicana estaba
en el aire. Cuando escribí mi biografía Gato macho recordé en numerosas
ocasiones su vida tempestuosa.
—Su
obsesión por los autorretratos es reconocida, pintó el primero a sus
diez años… En ese ejercicio, que es más un diálogo con las fauces del
tiempo, que un tributo a la vanidad de un artista, ¿ya superó el número
de Egon Schiele?
—Puedo
decir que hace mucho rebasé la cifra del austríaco. Pero en verdad mis
retratos no privilegian mi presunción, pues como todos saben me pinto
con frecuencia como un monstruo, como un enfermo o un mutilado. Todos
los días hago un autorretrato frente al espejo para soltar la mano.
Desde niño he pintado sin tregua mi rostro. Fui muy precoz, y a una edad
temprana gané el Premio Nacional de Dibujo Infantil. Hoy me defino como
autodidacta y creo que todo artista debe serlo aunque haya tenido la
desgracia de pasar por la universidad, que casi siempre restringe su
arte.
—Usted
se toma una fotografía todos los días y posee una colección inmensa. Ha
hecho exposiciones con miles de ellas donde el espectador puede
advertir que estamos expuestos a la inexorable entropía…
—Poseo
más de doce mil fotografías personales y tal vez lo que pretendo con
ello es rendirle un homenaje al implacable dios del tiempo, o
apaciguarlo al menos...
—Es
evidente que no le teme al devenir pues su intención es testimoniar el
paso de los días, pero sí a los escarceos de la muerte. ¿Podría
hablarnos de su hipocondría?
—Les
voy a contar algo curioso: me hice fumador gracias a mi cardiólogo. Una
vez mientras esperaba angustiado los resultados de un examen médico,
este consumado especialista, quien como lo imaginarán murió de una
enfermedad coronaria, me dijo: “¿No quiere un cigarro?” Lo miré con
estupor, pero al notar su bizarría acepté su ofrecimiento, y todavía hoy
a mis 78 años fumo, aunque con moderación.
Entonces se dispuso casi ritualmente a encender un cigarrillo, le dio dos pitadas y miró su lumbre con placer.
—Además
de la pintura, cultiva desde muy temprano, su pasión literaria. Ha
escrito ensayos, columnas periodísticas detonantes, una autobiografía
polémica…
—Es
cierto. De niño vivía muy cerca a una calle de prostitutas. Cuando
acompañaba a mi madre yo las veía maquilladas, con ropas muy vistosas y
ligeras, liberando su atracción felina. Un día acopiando coraje la
interrogué: “¿Mamá, quiénes son?” Ella me respondió: “Son putas y no
preguntes más”. Entonces me quedé con la duda. Llegué a la casa y busqué
ese libro que contenía todas las palabras del mundo (el diccionario), y
rápidamente busqué el vocablo proscrito; la definición era ramera.
Entonces ansiosamente busqué ramera, la explicación era hetaira. Busqué
hetaira, la respuesta era cortesana. Seguí mi búsqueda y la definición
era meretriz, indagué por ésta y la analogía era prostituta, y así me
quedé girando sin obtener respuesta satisfactoria. Me asombraba que una
palabra pudiera tener tantos sinónimos… Luego supe que eso se debía a la
moral castradora que siempre ha impulsado el cristianismo con relación a
todo lo sexual. Entonces, y para precisar la respuesta, puedo asegurar
que mi pasión por la literatura me viene de las putas.
—Sabemos que ha realizado carátulas de numerosos libros…
—Yo
ilustré un Pedro Páramo de Rulfo; él era un escritor tímido, un ser
estupendo. Ilustré a Kafka, quien ha sido un autor muy afín a mi
búsqueda. Al Divino Marqués de Sade pues estuve en el asilo de Charenton
en Francia y como producto de esa visita urdí mi exposición Cuevas
Charenton. También ejecuté todas las portadas de los libros de Carlos
Fuentes para El círculo de Lectores de España.
—El sexo ha sido determinante en su obra y en su vida…
—Yo
vivía en el barrio Donceles a mis catorce años y estudiaba Artes. Ahora
pienso que había algo de ironía pues debía vivir en el barrio
“Doncellas”, pero ese territorio imaginario me tocó encontrarlo en mi
volcánica juventud. Recuerdo que un día de mi adolescencia mientras
dibujaba, llegado el momento del descanso, la modelo no se puso la bata,
que es lo usual después de posar media hora, y continuó “encuerada”,
¿se entiende esa palabra en Colombia…?
—No importa, si alguien no entiende, como en su anécdota del diccionario, que se convierta en escritor…
Cuevas riendo apagó su cigarrillo y dijo:
—Eso
es lo que me preocupa porque ya hay bastantes… Decía que la modelo
permaneció desnuda y se acercó a espiar lo que yo estaba pintando, e
inmediatamente me cuestionó: “¿Así me ves de fea?”. Le respondí por
reflejo: “Es que soy expresionista. ¿Por qué no te pones la bata, te
puedes resfriar?”. Entonces contestó: “Es que te voy a enseñar algunas
cosas”. A lo que yo ingenuamente respondí: “¿Acaso también pintas?” Ella
riéndose me dijo: “No tonto, algo más importante, a hacer el amor”. Era
el año 1948, hice varios retratos de mi sabia modelo; y ya han pasado
varias décadas pero creo que resulté buen discípulo.
—Siguiendo
con su precocidad: a sus veinte años expuso exitosamente en la Unión
Panamericana en Washington con críticas muy favorables de la prensa…
¿Fue en esa época que dibujó a Ezra Pound?
—Es
un acontecimiento que siempre me ha deslumbrado. Me pareció extraño que
se vendiera toda la muestra allí cuando mis cuadros eran de locos,
prostitutas y cadáveres… Muchos de ellos realizados en hospitales y en
el manicomio de la antigua Castañeda, en México. En cuanto a Ezra Pound,
le hice un retrato en su celda de hierro negro en el hospital mental de
Saint Elizabeth (Washington), una tarde muy calurosa de verano, pocos
años después de su terrible paso por la jaula de dos metros cuadrados,
en la que se le encarceló en Italia al ser condenado por traición,
debido a su programa radial donde apoyó a Mussolini. Mientras hacía mi
retrato le pregunté al poeta norteamericano si tenía calor, es raro pero
fue lo único que pude preguntarle, y él me respondió: “Siempre tengo
frío”. Me despedí con una sensación extraña en la garganta.
—En 1955, a sus veintiún años, exhibió en la Galería Loeb de París…
—En
esa obligatoria ciudad ocurrió una de las sorpresas más hermosas de mi
carrera artística. Un día el propietario de la galería que mencionan me
pidió que lo visitara con urgencia. Al llegar vi que dos de mis cuadros
tenían una tarjeta que decía Pablo Picasso: el nombre del comprador.
Asombrado pedí detalles y Edouard me mostró el libro de visitas donde el
genio había escrito: “José Luis, me dicen que eres un joven precoz, yo
también lo fui y creo que tienes un gran futuro en el arte…” Intenté
forzar al galerista para que me regalara la hoja, pues en verdad era
mía, yo era el destinatario, era un mensaje de mi propiedad... Él se
negó rotundamente y años después viendo una lista de Sotheby´s vi que
ese texto lo habían rematado por una cifra cuantiosa con otros
autógrafos de Picasso. Todavía me enojo al recordarlo.
—¿Cómo conoció a Chagall?
—En
París hice algunos grabados en un famoso taller donde mis compañeros
eran Chagall y Sabuki. El primero puso a su disposición sus sofisticadas
puntas de acero. El segundo mezclaba saliva con ácido como si fuese un
dragón de Comodo para obtener ciertos efectos, y yo al notar que su
experiencia era interesante un día le pregunté al artista japonés:
¿Maestro, me regala su saliva? Petición que fue aceptada entre risas.
—¿Cómo fue su vínculo enigmático con Warhol?
—Siempre
se me ha acusado de vanidad, pero lo que me interesa explicar aquí es
que por esos caminos secretos, inexplicables del arte, yo tuve que ver
en forma misteriosa con la consagración de Andy Warhol; explicaré
brevemente. El judío Eugene Feldman, director de una editorial para la
cual yo ilustré un libro de Kafka en Filadelfia, me hizo numerosas fotos
y un día de 1957 amplió una de ellas múltiples veces y comenzó a
colorearlas, y las desplegó por todo su taller. Warhol, quien lo
visitaba con frecuencia y era un simple diseñador de zapatos, llegó un
día y observó las fotografías con mucha atención y lo vimos partir en
silencio. Años después durante una exposición en Nueva York, cené con mi
amigo editor y por supuesto comentamos sobre el enorme éxito del dios
del Pop Art, y para ambos fue irrefutable que su idea de Marilyn, donde
aparecían imágenes de la bella actriz reproducidas en serigrafía, había
surgido esa tarde en Filadelfia.
—Usted ha dicho que en el éxito de Botero también aparece su luz tutelar...
—Botero
es un artista del jet-set, él no quería pintar una obra maestra sino
tener un yate y es admirable que lo haya conseguido. Recuerdo que un día
llegó a la habitación de mi hotel en Nueva York asombrado por el éxito
de un pintor efímero llamado Bernard Bufett, quien hacía seres
escuálidos, muy delgados. Yo le dije: “Fernando, si lo que quieres es
ser millonario pinta gordos”. Él contuvo la respiración, luego saqueó mi
botella de tinta china manchando torpemente mi cama y lo demás ya lo
sabe todo el planeta.
—En 1958 escribió su manifiesto contra el muralismo mexicano en el periódico Novedades...
—Durante
mis inicios el mundo del arte en México era bastante restringido. Si no
eras mexicanista tenías cerradas todas las puertas. Entonces escribí
una columna muy polémica llamada: “Cortina de nopal”, contra los grandes
muralistas. Esto lo complementé con caricaturas de Rivera, Siqueiros y
Orozco con el propósito de ridiculizarlos. En ese tiempo respetaba mucho
la obra de Orozco, pero hoy creo que excluyendo los grabados de
Guadalajara que son espléndidos, no era tan bueno, y pienso que sus
cuadros de caballete, con algunas excepciones, son mediocres. Es bueno
aclarar que ese manifiesto fue muy escandaloso y me ocasionó un veto
bastante prolongado, que sólo fue roto a mis 74 años cuando al fin pude
exponer en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad. Allí colgaron al fin
una retrospectiva de 258 obras, y aunque estaba emocionado porque la
crítica decía que se me había hecho justicia, creo que el hecho de ser
un artista excluido va mucho más con mi temperamento.
—¿Por esa época, a su regreso a México, surgió el grupo Nueva Presencia?
—En
realidad fue un colectivo abierto, sin dogmatismos, al que pertenecía
Arnold Belkin, Francisco Icaza, Rafael Coronel y el excelente dibujante
colombiano Leonel Góngora. Propendíamos por el regreso de la pintura al
caballete pues estábamos hastiados del muralismo.
—También en esa cruzada de los sesenta estaban Alberto Gironella, Pancho Corzas, Manuel Felguérez y Pedro Coronel.
—Sí, coincidíamos en búsquedas opuestas a lo establecido y para varios de nosotros el dibujo era una religión.
—¿Por entonces comenzaba el llamado fridismo?
—La
pasión por Frida Kahlo es un disparate. Todo empezó con la biografía
escrita por una gringa seguida por un alud mediático, y ahora para el
público normal ella parece más importante que Rivera, cuando en verdad
Diego fue un artista más significativo. Al visitar los museos del mundo
uno encuentra libros de Frida en tantos idiomas, que puede comprender
ese enorme impacto comercial. Yo por mi parte creo que el mejor cuadro
de Frida es un Rivera. Explicaré. Su obra titulada “Las dos Fridas” que
todos hemos visto, realizada en 1939, donde una arteria une los dos
corazones, no pudo haber sido pintada por Frida pues casi todos sus
cuadros son de pequeño formato (basta revisar su iconografía), debido a
sus limitaciones físicas: a que pintaba en la cama. Y esta excelente
pieza mide 1,7 x 1,7 metros, y cuando uno conoce los espacios reducidos
de su casa advierte que ese cuadro probablemente fue pintado por Diego. A
mí ya me detestan las feministas y los adalides de la cultura oficial
por lo cual no me atemoriza atizar una nueva polémica desde
Con-Fabulación. Por otra parte Remedios Varo me parece una artista más
motivante.
—Marta
Traba escribió un libro en 1965 titulado Los cuatro monstruos
cardinales donde lo sitúa al lado de Bacon, De Kooning y Dubuffet,
representantes de una neofiguración, que trabajaba sistemáticamente al
ser humano vulnerado…
—La
brillante crítica argentina alentó mucho mi obra, varias veces dijo que
era un dibujante incomparable y en ese libro me hizo sin duda un
reconocimiento inmerecido. Ponerme a mí en ese momento de mi juventud al
lado de esos tres admirables monstruos cardinales… Aún no salgo de la
perplejidad.
—¿Conoció a Francis Bacon?
—Estuve
en el asqueroso estudio de Bacon en Tánger, en Marruecos. Aunque ya se
conocía su gloria no era tan inaccesible como lo fue posteriormente.
Cuando lo saludé me dijo: “México es un país maravilloso”. Le respondí:
“Claro, la obra de Henry Moore surge de nuestro Chac Mool, de Chichén
Itzá, de esa maravillosa escultura que usaban nuestros ancestros para
sus sacrificios”. Pero Bacon me interrumpió en forma cortante: “No me
refiero a eso tan pueril, me han dicho que en su país abunda la
homosexualidad, lo demás son consideraciones estéticas sin importancia”.
No lo olvidaré. Había lienzos en el piso, estuve a punto de estropear
un cuadro al salir y por poco meto el pie en uno de sus botes de
pintura.
—Usted
fue pionero en México de muchas manifestaciones controversiales de la
contemporaneidad, pero al mismo tiempo es un crítico feroz del Arte
Conceptual…
—Realicé
el “Mural efímero” en 1967 en la Zona Rosa de la Ciudad de México, una
obra hecha para durar tan solo un mes, como protesta contra los artistas
que piensan que sus creaciones merecen la eternidad. Era una propuesta
filosófica necesaria. El evento fue registrado por todos los medios y
puede incluso verse actualmente por Internet. Luego, en el tercer
aniversario de mi museo, dupliqué la Gigante de ocho metros de altura y
ocho toneladas de peso que recibe a los visitantes; la hice como
escultura inflable y del mismo color de la original de bronce; recuerdo
que durante la ceremonia inaugural la gente miraba fascinada esa
clonación artística. En esa ocasión se me ocurrió también hacer una
serpiente con fotos donde aparecía realizando diversas actividades, y la
extendí con el fin de que recorriera todas las salas del museo; en
aquellos retratos se me veía incluso representando escenas eróticas con
algunas modelos, imágenes que fueron rápidamente sustraídas por la
gente. Cuando hacía un happening o una instalación, el público se
apropiaba de aquellas ideas, que tenían un sentido, una fuerza estética o
política. No había facilismo ni obviedad. Hoy puedo asegurar que el
llamado Arte Conceptual es una estafa.
—Usted una vez afirmó que la creación artística, en su esencia, debe reñir con el poder, ¿todavía cree eso?
—El
artista testimonia su paso por la Tierra y eso a veces se convierte en
denuncia. Yo protesté contra la Guerra del Vietnam en forma beligerante y
creo que eso tenía sentido, pero lo que hacen las nuevas generaciones,
constituidas por seres engreídos y egoístas, es otra cosa. Para ellos yo
soy simplemente un pintor “moderno” (es decir arcaico), mientras que
los integrantes de estas vanguardias inhumanas son artistas
“contemporáneos”. ¿Y qué entienden ellos por eso? Esencialmente que ser
contemporáneo es no reconocer el pasado y su objetivo es realizar obras
estúpidamente fáciles, que sean entendidas por todo el mundo, y que
logren escandalizar a las señoras. O simplemente que diviertan a los
vacíos adolescentes, lo cual es una desgracia.
Eran
las siete y media de la tarde, habíamos conversado durante más de tres
horas, y entonces presenciamos la aparición del conductor enviado por su
esposa Beatriz. Entendimos el signo radical. Intercambiamos algunos
catálogos de sus últimas exposiciones por nuestros libros y después de
los mutuos autógrafos nos aprestamos para despedirnos.
Caminamos
por callecitas sombrías de San Ángel hasta llegar al Paseo y
posteriormente a la escultura Los Siameses; ya comenzaba el crepúsculo.
Sentimos la urgencia de un tequila e intentábamos sin suerte parar un
taxi, hasta que después de algunos minutos uno se detuvo. Nos subimos.
Hablábamos con hilaridad y reconstruíamos fragmentos de la entrevista.
Cuadras más adelante, detenidos por un semáforo en rojo, el conductor se
volteó para mirar los libros del artista que hojeábamos sin cesar.
—¿Vienen de la casa de Cuevas? —preguntó.
(México D.F., octubre 26 de 2012)