DIRECTOR: Gonzalo Márquez Cristo. EDITORES: Amparo
Osorio, Iván Beltrán Castillo. COMITÉ EDITORIAL: Fabio Jurado
Valencia, Carlos Fajardo, Maldoror. CONFABULADORES:
Óscar Collazos, José Chalarca, Marcos Fabián Herrera, Sergio Trujillo Béjar, Fabio Martínez, Fernando
Maldonado, Gabriel Arturo Castro, Guillermo Bustamante Zamudio. EN EL
EXTERIOR: Alfredo Fressia (Brasil); Antonio Correa, Iván Oñate
(Ecuador); Rodolfo Häsler (España); Marco Antonio Campos, José Ángel Leyva
(México); Luis Alejandro Contreras, Benito Mieses, Adalber Salas (Venezuela);
Renato Sandoval (Perú); Efer Arocha, Jorge Torres, Jorge Najar (Francia); Marta
L.Canfield, Gabriel Impaglione (Italia); Luis Bravo (Uruguay); Armando
Rodríguez Ballesteros, Osvaldo Sauma (Costa Rica).
Entrevista con Vicente Rojo
Vicente Rojo
El constructor de volcanes
El consagrado pintor, escultor y diseñador
hispanomexicano (Barcelona en 1932), que afirma haber nacido dos veces, evoca,
en esta entrevista exclusiva para Con-Fabulación, momentos determinantes de su
formación sensible, reflexiona sobre la llamada Generación de la Ruptura y
propone la importancia de la dificultad del arte, y la imperativa necesidad de
rendir tributo a nuestras fuentes, a nuestras influencias.
Aquí la conversación con ese ser que para Juan Rulfo
siempre fue un ejemplo de “moral artística”.
Por Gonzalo Márquez Cristo
—Jamás he podido
olvidar el estrépito de los militares, las banderas y gritos de ese distante 19
de julio de 1936. La fiesta unida a la tragedia que ha determinado todo en mi
vida... Desde entonces sé que el primer recuerdo nunca es venturoso y que la
memoria habla en el idioma del fuego.
Dice con voz suave
Vicente Rojo, el laborioso artista mexicano nacido en dos países, quien a sus
cuatro años de edad debió presenciar desde la ventana de su casa el Golpe
liderado por Francisco Franco, que derrocaría al carismático Frente Popular y
condenaría para siempre aquel fugaz paraíso republicano, que despertó numerosos
ecos en el mundo.
—A pesar del
abrasante verano recuerdo esa fecha bajo las tinieblas. Los soldados gritando,
los cantos, el miedo desatado, la desolación unida a la euforia. Durante la
dictadura supe que algunos nefastos individuos pueden acabar con todo, incluso
con las estaciones.
Su tío, el General
Rojo (cuya intensa vida parece extraída de una novela de André Malraux), fue el
aguerrido comandante encargado de dirigir la defensa de Madrid ante el avance
de las fuerzas falangistas en la Guerra Civil, y luego de un exilio en Francia,
Argentina y Bolivia, regresó a España para padecer un doloroso proceso por
rebelión militar hasta el fin de sus días.
—Por ser sobrino de
una figura legendaria que se opuso al oscuro régimen, gocé de algún prestigio
entre mis compañeros libertarios pero también viví entre la zozobra y la
desdicha, en aquellos eternos tiempos sin color. En España sin embargo comencé
a estudiar dibujo y cerámica, es decir que construí mis primeros juguetes, pero
luego al cumplir los diecisiete años (en 1949), partí hacia México en busca de
mi padre, como en Pedro Páramo, ahora que lo pienso...
La famosa generación
de trasterrados españoles que incidieron tanto en la cultura mexicana había
llegado una década antes, en tres barcos: Sinaia, Mexique e Ipanema, en busca
de un destino menos aciago, aceptando la solidaridad del legendario presidente
Lázaro Cárdenas.
—Yo llegué años
después del arribo de esos notables refugiados socialistas y anarquistas, y
vine a aprender no a enseñar. Por otra parte soy uno de los numerosos seres
para quienes la escuela siempre estuvo vinculada al miedo. De niño, cuando mi
profesor descubrió que era zurdo, me obligó a atarme la mano izquierda; razón
por la que decidí inmovilizar mi brazo derecho. Y esa rebeldía me hizo pintor.
A veces creo que por mi condición de zurdo pienso al contrario de las demás
personas y debido a aquello las técnicas del grabado me son esenciales, porque
es como si en la obra gráfica dibujáramos en un espejo debido a que la
impresión invierte la imagen elaborada… Y cuando arribé a estas tierras, jamás
he podido olvidarlo, lo primero que advertí fue su poderosa luz, su limpia
claridad.
Dice el artista que
afirma como Dionisos haber nacido dos veces, la primera en la sombra de la
España que se sumiría en una dictadura de treinta y seis años, y la segunda
bajo el insobornable sol azteca.
—Aquí el Sol todavía
es un dios, Vicente. Por eso al llegar a México recobraste los colores y se
nota que desde entonces los llevas encima, igual que la luz…
Interviene con voz
profunda la periodista mexicana María Cortina, quien me acompaña, y mientras él
asiente la observo liberándose del arcoíris que envuelve su cuello y acomodando
su pelo dorado.
—¿Viste lo que ella
hizo con los colores? —pregunta el artista con acento dulce y continúa
reflexionando—: Decía que al asumir este paisaje me sentí iniciado por la luz y
luego por el fuego, como puede constatarse en mi reciente serie Volcanes inventados. Allí pretendo
hallar la imagen estructural de esa deidad llameante, a partir de las
revelaciones de la geometría. No me interesa representar esas venerables
montañas poderosas, sino construir una a mi escala, a partir de un cono o de
una pirámide, e intentar así transmitir su alma, su espíritu insumiso.
Vicente Rojo: Serie "Encuentros"
En busca de esa forma
arquetípica de la geología (distante del tímido y andrajoso volcán “donde con
frecuencia se evocan los amantes”), en pos de la figura incomparable y
simplificada por nuestro inconsciente, y no de la que subyuga el paisaje con su
sombrero de vapor y su amenazante fumarola, Vicente Rojo ha asediado este tema
telúrico con una prolífica serie de esculturas y grabados, que fue creciendo y
que incluso ya ha sido expuesta en museos y galerías de su país adoptivo,
porque “las patrias deben elegirse en forma tan voluntaria como irracional,
igual que los amores”.
Pero antes de intentar esa humana construcción de
los volcanes, el artista había asumido otras notables series a lo largo de su
fecunda carrera creativa, regidas por una misteriosa matemática durante
periodos de cinco o diez años. Del conjunto de obras aunadas en Señales (1966-1972)
que insinúan enigmáticas huellas de una civilización original extraídas de la
geometría básica, a su corpus Negaciones (1971-1974) donde nos
enfrentamos a un signo espacial que obstruye nuestro acontecer y que a veces
propone un interdicto religioso; de su misteriosa colección Recuerdos
(1976-1979) donde aflora la fuerza de lo marchito y el trabajo arrasador del
mar, a su summa titulada México bajo la lluvia (1980-1989) en la que el
agua alcanza su fascinante simetría y ofrenda al contemplador sigiloso la
sensación de un infatigable fluir; de su múltiple legado Escenarios
(1989-2007) que sugiere un ritual dispuesto a comenzar, a su serie
Escrituras (2006-2013…) donde asistimos a la invención de un alfabeto
arterial, es posible advertir que el trabajo de Vicente Rojo, de ciclos tan
definidos, conforma una de las obras representativas de nuestra
contemporaneidad.
Vicente
Rojo, serie “Negaciones”
—En
Escrituras, mi última exploración, he
rendido tributo a varios personajes que me han legado sus asombros. Los
mensajes escultóricos enviados a Lowry, Brancusi, al discreto Morandi y a la
épica onírica de Kurosawa, son señales de amor; así como las cartas pictóricas
a Conrad, Fritz Lang y a la bella niña que trasnochaba a Carroll: Alicia
Lidell. Creo que la salamandra comienza a morderse la cola y que estoy
regresando a mis fuentes, y agradeciendo a quienes desde mis orígenes
expresivos iluminan mi vida. Soy una de las pocas personas que todavía sienten
la intensa necesidad de decir gracias.
A mediados de los
cincuenta la Escuela Mexicana de Pintura parecía agotada. La temática social,
nacionalista y revolucionaria de Orozco, Rivera y Siqueiros, quien había
proclamado con arrogancia: “No hay más ruta que la nuestra”, daba paso al
denominado Colectivo de la Ruptura, al cual según la crítica, pertenece nuestro
personaje.
—Éramos un grupo
heterogéneo, inconexo, aunque coincidíamos en que estábamos aburridos de mirar
hacia dentro. Fue entonces cuando el cine, la pintura, la poesía y el teatro se
integraron, despertando de un largo letargo y decidimos ver lo que ocurría en
otras latitudes, afuera de nuestro territorio… por lo cual es más sensato decir
Generación de la Apertura. Pero la crítica se nutre siempre de categorías
falaces...
Allí estaban Manuel
Felguérez con su pintura escultórica y su escultura pictórica; José Luis Cuevas
y su estética de lo monstruoso; Alberto Gironella, maestro del collage y la
composición; Fernando García Ponce y el espacio en caos; Roger Von Gunten cuyas
obras parecen pintadas bajo el agua; Lilia Carrillo con su fantasía geológica;
el ruso Vlady quien soñaba con empezar de nuevo la pintura; Enrique Echeverría
que falleció en plena metamorfosis; Francisco Toledo, el lúcido artista
chamánico quien para algunos culmina esa generación, y por supuesto Vicente
Rojo, poeta de la geometría, “ejemplo de moral artística” según palabras de
Juan Rulfo.
—Todos somos
engendrados por la luz de nuestros antecesores, no podemos olvidarlo. Las
influencias son necesarias y el artista debe convocarlas, pues configuran
nuestro jardín interior. A veces, cuando termino un cuadro me pregunto si le
gustaría a Paul Klee, a Jasper Johns o a Rothko. Debemos recordar de dónde
venimos, es un ejercicio de modestia. La generación que me precedía fue
esencial y le rindo con frecuencia tributo. Siempre he creído que Rufino Tamayo
estaba endemoniado por el color y todavía trato de comprender como opera su
fuerza. En una ocasión observé pintar a Juan Soriano, verdadera experiencia de
prestidigitación. Vi como aparecían y desaparecían objetos y formas al paso de
su pincel. Todavía me pregunto si fue un artista o un mago.
Precedido por grandes
creadores, Vicente Rojo menciona con énfasis a Pedro Coronel quien parecía
pintar con luz negra, al húngaro Günter Gerzo quien cortaba los planos como si
fuesen frutas, al guatemalteco Carlos Mérida quien decidió avanzar hacia el
origen (inventando figuraciones precolombinas que jamás habían visto la luz)…
Vicente Rojo: "México bajo la lluvia"
—No podemos olvidar
de cual constelación venimos, reitero, es por allí que empieza la justicia. Sin
embargo yo soy un simple diseñador que a veces se entrega a la pasión de
comunicar verdaderamente, y entonces debe hacer aquello que llaman con
arrogancia “obras artísticas”, pues en ellas habita un mensaje que es más
integral, quizá más profundo, que incita a una meditación que no tiene fin. A
comienzos de los sesenta me hice diseñador gráfico, maquetista, lo cual me ha
servido para dialogar con lo real, para perfeccionar mi elementalidad, y
ejercer mi función social de expresar algo instantáneamente. Si no existieran
los árboles: los pájaros no sabrían que vuelan; por eso es necesario para todos
los hombres descender, aterrizar en el lodo, hundirse en la tierra…
Esa sencilla visión
del mundo lo llevó a trabajar en la Revista
de la Universidad que orientaba García Terrés y en el suplemento México en la Cultura. Viajando
obsesivamente en las dos corrientes creativas le fue
otorgado el Premio nacional de Diseño en 1991 y el de Artes, así como también
la Medalla de Oro de Artes de España y en 2012 el galardón Carlos Monsiváis al
Mérito Cultural, entregado en el marco de la Feria del Libro del Zócalo.
—Siempre
me resistí a los premios, a los homenajes. Un día Octavio Paz me dijo que eran
accidentes felices, lo cual alivió un poco mi conciencia. Con respecto al
trabajo como diseñador, que me parece fundamental, fui pionero, desde luego
por ignorancia, como ocurre casi siempre, al crear la Editorial Era, pues le
dimos un espacio a grandes escrituras en nuestras colecciones… Luego otros
dementes fundaron Siglo XXI y Joaquín Mortiz; y es importante decir que allí
publicábamos lo más interesante que se escribía en México, pues lo que lanzaban
las grandes casas, como sigue siendo todavía, es lo más comercial e
intrascendente de toda cultura.
Durante décadas
diseñó incontables carteles, concibió la estructura gráfica del periódico La
Jornada, también las portadas de numerosas revistas y libros, como la edición
conmemorativa de Aura de Carlos
Fuentes, Las horas muertas de Bárbara
Jacobs, las imágenes para la Antología de
Poesía Náhuatl realizada por León-Portilla, Circos de José Emilio Pacheco, la edición más conocida de Cien años de soledad publicada por
Suramericana y el experimento Discos
visuales: poemas creados en alianza con Octavio Paz.
—He sido privilegiado
por la amistad de García Márquez desde hace cinco décadas. Debido a un retraso
en el correo, mi carátula de Cien años,
no alcanzó a llegar a Buenos Aires para la primera edición, pero se publicó en
la segunda, y en las siguientes, convirtiéndose en una imagen icónica. Recuerdo
que en España había salido El coronel no
tiene quien le escriba, en una edición infame, por decir lo menos, donde
los correctores habían mancillado su estilo, llenando la novela de
“españolismos”, lo que ocurre con frecuencia en ese país, y entonces yo le
ofrecí resarcirse con una publicación cuidadosa en Era, y así lo hicimos.
Vicente Rojo ha
publicado una veintena de libros de su autoría, prologados o en colaboración
con grandes escritores como Carlos Monsiváis (“Doctor Honoris Causas Perdidas”,
como solía decirle), José Emilio Pacheco, Álvaro Mutis… Y también numerosos
ensayistas y poetas han explorado su obra: Luis Cardoza y Aragón en Trazos, Max Aub en Cuerpos presentes, Salvador Elizondo en Cuaderno de escritura, José Ángel Valente en Elogio del calígrafo, y Juan García Ponce, su más fiel crítico, en La aparición de lo invisible, Nueve pintores mexicanos y Las formas de la imaginación, entre otros
textos.
—Juan dijo una vez
sobre mi trabajo: “La más profunda intención de su pintura es la revelación de
la materia como un elemento vivo”. Espero que haya tenido razón. Los críticos
nunca son tan lúcidos como los poetas frente al arte. En una ocasión, luego de
padecer un ataque al corazón lo visité; él estaba en su eterna cama de enfermo.
Después de preguntarme por mis dolencias que no eran tan graves como las suyas,
fiel a su generosidad, me dijo: “No te preocupes, Vicente, somos eternos”. Un
día escribí un texto (de los pocos que he escrito pues la palabra me es
esquiva) y me pareció que debía leérselo a esa figura grande de las letras
hispanoamericanas. Cuando terminé de arrastrar mis palabras vi que a García
Ponce se le deslizaban las lágrimas. Era suficiente, con ese conmovedor acto me
confirmaba secretamente, y para siempre, que desde ese día ya no éramos
eternos.
La conversación se
interrumpe ante su grave evocación. Luego nos levantamos en silencio a ver sus
cuadros elaborados con polvo de mármol y arena, que producen una sensación
arqueológica y siempre enuncian el sutil pero devastador vuelo del tiempo sobre
el lienzo, sobre la vida. Contemplamos sus misteriosas figuras geometrizadas, ese equilibrado color que
el pintor extrae con tanta tenacidad de las profundidades –como lo hacen con el
petróleo, pienso– para animar sus texturas inquietantes, sus ideas matéricas.
—Concibo la pintura
como un trabajo en rotación, inicio el mismo día cinco o más piezas que voy
desarrollando aleatoriamente, según mi júbilo o mi angustia. Sin embargo es
importante mencionar que tengo el hábito perverso de inventarle problemas al
espectador que se acerca a mis obras. Creo en la necesaria dificultad del arte,
sé que allí se propicia el diálogo de la soledad del artista con la soledad del
contemplador. Desconfío de toda facilidad, del mensaje directo, que tantas
veces permite que una poderosa obra se convierta en vano producto...
El hacedor nos insta
a palpar los relieves de sus lienzos. Con temor dejo que las yemas de los dedos
avancen por las cicatrices que dividen los planos y siento el eco de sus
reflexiones: el arte como pregunta, la convicción de que lo esencial enfrenta
al tiempo, la propuesta de una pintura hecha con elementos contradictorios, la
certidumbre de pertenecer a la extraña horda que intenta transformar la
realidad, la fuerza del poema que irrumpe en la reiteración; pensamientos que
me adhieren a su búsqueda.
—Un artista, para mí,
es quien siempre está comenzando.
Afirma con su
característica delicadeza. Después de ese pensamiento es difícil seguir.
Caminamos hacia la salida y al abrir la puerta nos enfrentamos indefensos al
poderoso cíclope solar que hace más de sesenta años le otorgara su segundo
nacimiento. La celosía de la fachada de su estudio, de la calle Presidente
Carranza, me recuerda una foto del artista, publicada en diversos medios,
realizada desde un ángulo superior. Entonces le pregunto por la ubicación de
sus más grandes montañas de fuego, pues me interesa verlas como un ejercicio de
aproximación a una de sus pasiones medulares, a su determinante obsesión como
constructor de volcanes.
Vicente
Rojo, “País de volcanes”
—Esos gigantes
geológicos me perturban y creo que las pirámides son una emulación humana de su
grandeza. En el Paseo Escultórico de Coyoacán se encuentra mi Volcán encendido de diez metros de
altura. En Ciudad Nezahualcóyotl está un enorme Volcán iluminado. Frente al Museo de la Tolerancia, en la Plaza
Juárez, hay una escultura compuesta por más de mil volcanes situados en un
espejo de agua... Allí la idea no fue que el líquido se deslizara entre esas
figuras piramidales que conjuntan el agua con el fuego, sino que vibrara, que
imitara su movimiento telúrico, para lo cual debimos trabajar con secretos
surtidores de aire; a esa obra la llamé “País de volcanes” y es un homenaje a
mi México, febril y misterioso.
Debíamos partir a
Puebla. Nos despedimos cálidamente y el artista prometió enviarme algunos de
sus libros. Sin embargo, dos días después, antes de regresar a Colombia,
atravesé el “Cuadrado de García Lorca” que conduce a la plaza Juárez, para
visitar la monumental creación que Rojo mencionara y que permanece vigilada por
dos colosales esculturas de su querido Juan Soriano. La enorme fuente estaba en
mantenimiento y varios niños jugaban entre los incontables volcanes rojizos de
concreto. Estando allí, le pedí a María Cortina –quien había decidido
acompañarme hasta el fin de este periplo periodístico– su teléfono para saludar
a Vicente, y entonces, luego de expresar mi gratitud por haber imaginado y
forjado esa fascinante obra que desde hace diez años ilumina el centro de la
capital mexicana, lo escuché decir:
—Para qué pierdes tiempo persiguiendo mis
precarias creaciones. Una vez afirmé que al mundo no lo mueve la economía sino
la poesía y ahora lo reitero. Te daré un consejo: busca una cantina y bebe un
tequila a la salud de lo poético.
Sentí sabiduría en
sus palabras y no pude desobedecerle.
Entrevista con José Luis Cuevas
Con-Fabulación
entrevista a José Luis Cuevas (México D.F., 1934), polémico dibujante, pintor,
escultor y grabador, que en su extensa carrera ha obtenido los siguientes
reconocimientos: Primer Premio Internacional de Dibujo (Bienal de São
Paulo, 1959); Primer Premio Internacional de Grabado (Nueva Delhi, 1968); Premio
Nacional de Bellas Artes (México, 1981); Premio Internacional del Consejo
Mundial del Grabado (San Francisco, 1984); Orden de Caballero de las Artes y de
las Letras (República Francesa, 1991).
Cuevas reflexiona sobre su iniciación, sus ritos de paso, sus crudas
obsesiones creativas, y su aproximación vital a personajes como Warhol, Chagall
y Ezra Pound.
Aquí un homenaje a uno de los más influyentes artistas
latinoamericanos de las últimas décadas.
Por Gonzalo Márquez Cristo
Con la colaboración especial de Amparo Osorio
Hacía
calor en la Ciudad de México. Eran las dos y media de la tarde y el
encuentro se había pactado para las cuatro. Sin tiempo para almorzar
debíamos desplazarnos desde el Zócalo hasta la Colonia San Ángel
postergando sin esperanza la mágica sopa de flor de calabazas
indefinidamente. Aunque lo sensato era ir en Metro tomaríamos un taxi
para ultimar detalles del reportaje con comodidad, sabiendo que por ser
viernes sería caótico el largo recorrido.
Frente
al hotel Majestic esperamos durante quince infructuosos minutos, hasta
que finalmente un pintoresco conductor accedió a llevarnos por el precio
reglamentario. “Tenemos prisa”, dijimos con ímpetu, “la cita es a las
4”. “Estamos lejos y probablemente nunca lleguemos”, respondió secamente
aquel hombre que parecía una escultura tolteca, y aunque sus palabras
nos preocuparon ya no teníamos alternativa.
El
tráfico era demencial. Por el camino repasábamos la vida de Cuevas,
evocábamos la fuerza de sus dibujos, sus grandes escándalos, su relación
con la literatura y sus más difundidas controversias. “¿Tienen cita con
el pintor?”, preguntó el hombre sin cuello, después de escucharnos con
atención durante varias cuadras. Asentimos. Reparamos en su aspecto, en
su bigote descuidado, en sus ojos redondos que nos espiaban por el
retrovisor. Luego comentó: “Conozco las mejores rutas para ir allí, pero
esta ciudad parece endemoniada”.
El
auto salía de un embotellamiento para entrar en otro, sabíamos que
Cuevas tenía una cita posterior a la nuestra con el poeta catalán Ramón
Xirau (afincado en México desde hacía siete décadas), y nuestro plan era
conversar el mayor tiempo posible.
“¿Por
qué entrevistan a ese hombre, si aquí hay numerosos artistas de mayor
calidad?”, intervino nuevamente el conductor. Comenzamos a exasperarnos.
Nos fastidió su intromisión que obstaculizaba la preparación del
cuestionario y escindía el trance que siempre buscábamos durante los
minutos previos al encuentro con nuestros grandes personajes
periodísticos.
“Nos parece uno de los colosos de la plástica, por eso”, respondimos al fin con un matiz pendenciero.
“Lo
único colosal que él tiene es su personalidad y la Giganta que hay en
su museo del centro. Aunque en verdad esa escultura le quedó muy bien”,
respondió el tipo categórico.
Sonreímos. “Usted dice que hay mejores artistas aquí, ¿a quiénes se refiere?”, interrogamos entonces apaciblemente.
“Conozco
por lo menos a cincuenta artistas que trabajan la madera y que podrían
hacer más bonitas estatuas que él, y tal vez otros cien que realizan
objetos de cerámica... Cuevas cree que todos somos monstruos o locos;
aunque ahora que lo pienso podría tener razón”.
“Una risa,
Como un aullido
Desde el fondo del tiempo
Desde el fondo del niño
Cada día
José Luis dibuja nuestra herida”.
Había
escrito, como tributo al pintor, Octavio Paz en su poema “Totalidad y
fragmento”. El entrometido tolteca hablaba en tono irónico sin
moderación pero para nuestra suerte nos acababa de regalar el comienzo
del reportaje. La austeridad verbal había sido demolida y unas cuadras
más adelante ya comenzábamos a interrogarlo sobre arte mexicano, sobre
el agave azul y las Chivas de Guadalajara, y él opinaba con arrogancia
enriqueciendo nuestro cuestionario. Y de repente replicó con tono
vehemente: “José Luis se cree el mejor, ¿pero dónde quedan los mayas, o
el Diego y la Frida?”
Continuamos
nuestro desvarío y minutos después, cuando la conversación comenzaba a
entrar en zonas privadas, pasamos cerca a Coyoacán y nos detuvimos para
proveernos de un mítico tequila. El chofer brindó con nosotros. Nos
estábamos aproximando. Miramos el reloj con angustia. La plática siguió
animada y poco antes de las concertadas cuatro de la tarde giramos a la
derecha y entramos a la colonia San Ángel. Allí decía en una placa
metálica: “Paseo Cuevas” y en la mitad de la avenida vimos con regocijo
su famosa escultura los “Siameses”.
“Llegaremos
a tiempo” afirmó entonces el taxista mientras nos íbamos acercando a la
casa de Cuevas, preguntando en cada esquina por la dirección, para
evitar cualquier extravío en ese momento crucial.
Minutos
después, cuando ingresamos a la calle Fresnos, le gritó al celador de
una de las mansiones de ese barrio adoquinado: “Amigo, ¿cuál es la casa
de José Luis?”. El hombre sonrió por la irreverencia y nos hizo una
señal con la mano. Pagamos atropelladamente y nos dirigimos a la puerta
mientras él taxista esperaba atento. Entonces lo escuchamos decir: “Si
sale a abrir le voy a pedir un autógrafo, de no ser así por favor digan
que los trajo su más grande admirador”.
“Así
lo haremos”, replicamos riendo, pero como nos abrió uno de sus
asistentes el hombre frustrado partió dando un pito de despedida. Nos
hicieron seguir a la sala de espera; a nuestras espaldas teníamos un
enorme dibujo de Cuevas, a la derecha una biblioteca y unas fotografías
con pintores y escritores. Al frente una ventana radiante y otra de sus
obras. La entrevista sería literalmente a contraluz.
Muy
pronto su esposa Beatriz apareció en ropa deportiva y nos ofreció café.
Hablamos del poeta Marco Antonio Campos y de varios amigos comunes
hasta que escuchamos los precisos pasos de Cuevas acercándose. El
artista nos saludó con entusiasmo y al enterarse de que éramos
colombianos empezó a contar anécdotas de Alejando Obregón y de Leonel
Góngora.
—Yo
quiero más a Colombia que a México, ese país es mi patria afectiva.
Supe que murió Negret y también Rayo, es una lamentable ausencia. De
ambos tengo bellas obras en mi museo y especialmente recuerdos
inolvidables…
—Negret falleció a los 92; creímos que nunca moriría, en una entrevista lo comparamos con Nosferatu, no solo por su evidente semejanza, sino por su longevidad indeclinable... Omar concibió un hermoso epitafio que acompaña sus cenizas: “Aquí cayó un Rayo”.
—Omar
fue siempre principesco, irónico y lúcido. Yo una vez expuse en su
museo de Roldanillo... Están muriendo todos mis amigos. Una semana antes
de fallecer Carlos Fuentes vino a visitarme, lo noté muy triste, lo
cual me extrañó... Su actitud me pareció premonitoria. Nos habíamos
distanciado en una época, cuando él estuvo de embajador en Francia. Años
después lo llamé para felicitarlo por algún premio y le dije: “Estoy
peleado con el embajador, no con el escritor”, y así recobramos nuestra
amistad hasta el final. Hay mucha poesía en los primeros libros de
Fuentes.
El
febril preludio duró cuarenta minutos y Beatriz del Carmen, advirtiendo
la comunicación que se instauraba, decidió asistir sola a la reunión
con Xirau diciendo que más tarde enviaría al conductor por su esposo;
pero antes nos mostró la maqueta de la escultura que acabábamos de ver
en la avenida y enfatizó que se llamaba Los Siameses, aludiendo a Cuevas
y a ella. La miramos buscando el parecido con esa cabeza de bronce.
Ella rio. Luego nos condujo por la planta baja de su maravillosa casa
llevándonos a un gran ambiente donde un salvaje perro de Tamayo ladraba a
la luna.
De
regreso a la primera sala nos acomodamos y esgrimimos nuestro
cuestionario intensamente estudiado con el taxista y ubicamos en la mesa
el celular en su función de grabación.
Cuevas
nació en la Ciudad de México en 1934 y desde los cinco años dibuja sin
cesar. Antes de cumplir los diez inició estudios como asistente de arte
en la escuela La Esmeralda y a los catorce realizó su primera exposición
en el Seminario Axiológico.
—Mi
abuelo administraba una fábrica papelera que se llamaba “Lápiz del
águila”, situada en el Callejón El Triunfo, rodeada de seres marginales.
Allí adquirí la obsesión por el dibujo, lo cual resulta un poco obvio,
pues manchaba todo papel que encontraba a mi paso. En ese lugar viví
sólo hasta los siete años, pero lo único que he hecho durante los otros
setenta, es lograr que la metáfora de mi abuelo sea legítima, y que mi
lápiz sea conducido por un ave de presa.
—Probablemente
ya lo logró… Siguiendo con su ascendencia, su padre fue boxeador y
piloto, ¿es cierto que cuando llegaba a la casa en vez de golpear o
timbrar disparaba?
—Era
un ser rudo que todavía me agrada imitar. La Revolución Mexicana estaba
en el aire. Cuando escribí mi biografía Gato macho recordé en numerosas
ocasiones su vida tempestuosa.
—Su
obsesión por los autorretratos es reconocida, pintó el primero a sus
diez años… En ese ejercicio, que es más un diálogo con las fauces del
tiempo, que un tributo a la vanidad de un artista, ¿ya superó el número
de Egon Schiele?
—Puedo
decir que hace mucho rebasé la cifra del austríaco. Pero en verdad mis
retratos no privilegian mi presunción, pues como todos saben me pinto
con frecuencia como un monstruo, como un enfermo o un mutilado. Todos
los días hago un autorretrato frente al espejo para soltar la mano.
Desde niño he pintado sin tregua mi rostro. Fui muy precoz, y a una edad
temprana gané el Premio Nacional de Dibujo Infantil. Hoy me defino como
autodidacta y creo que todo artista debe serlo aunque haya tenido la
desgracia de pasar por la universidad, que casi siempre restringe su
arte.
—Usted
se toma una fotografía todos los días y posee una colección inmensa. Ha
hecho exposiciones con miles de ellas donde el espectador puede
advertir que estamos expuestos a la inexorable entropía…
—Poseo
más de doce mil fotografías personales y tal vez lo que pretendo con
ello es rendirle un homenaje al implacable dios del tiempo, o
apaciguarlo al menos...
—Es
evidente que no le teme al devenir pues su intención es testimoniar el
paso de los días, pero sí a los escarceos de la muerte. ¿Podría
hablarnos de su hipocondría?
—Les
voy a contar algo curioso: me hice fumador gracias a mi cardiólogo. Una
vez mientras esperaba angustiado los resultados de un examen médico,
este consumado especialista, quien como lo imaginarán murió de una
enfermedad coronaria, me dijo: “¿No quiere un cigarro?” Lo miré con
estupor, pero al notar su bizarría acepté su ofrecimiento, y todavía hoy
a mis 78 años fumo, aunque con moderación.
Entonces se dispuso casi ritualmente a encender un cigarrillo, le dio dos pitadas y miró su lumbre con placer.
—Además
de la pintura, cultiva desde muy temprano, su pasión literaria. Ha
escrito ensayos, columnas periodísticas detonantes, una autobiografía
polémica…
—Es
cierto. De niño vivía muy cerca a una calle de prostitutas. Cuando
acompañaba a mi madre yo las veía maquilladas, con ropas muy vistosas y
ligeras, liberando su atracción felina. Un día acopiando coraje la
interrogué: “¿Mamá, quiénes son?” Ella me respondió: “Son putas y no
preguntes más”. Entonces me quedé con la duda. Llegué a la casa y busqué
ese libro que contenía todas las palabras del mundo (el diccionario), y
rápidamente busqué el vocablo proscrito; la definición era ramera.
Entonces ansiosamente busqué ramera, la explicación era hetaira. Busqué
hetaira, la respuesta era cortesana. Seguí mi búsqueda y la definición
era meretriz, indagué por ésta y la analogía era prostituta, y así me
quedé girando sin obtener respuesta satisfactoria. Me asombraba que una
palabra pudiera tener tantos sinónimos… Luego supe que eso se debía a la
moral castradora que siempre ha impulsado el cristianismo con relación a
todo lo sexual. Entonces, y para precisar la respuesta, puedo asegurar
que mi pasión por la literatura me viene de las putas.
—Sabemos que ha realizado carátulas de numerosos libros…
—Yo
ilustré un Pedro Páramo de Rulfo; él era un escritor tímido, un ser
estupendo. Ilustré a Kafka, quien ha sido un autor muy afín a mi
búsqueda. Al Divino Marqués de Sade pues estuve en el asilo de Charenton
en Francia y como producto de esa visita urdí mi exposición Cuevas
Charenton. También ejecuté todas las portadas de los libros de Carlos
Fuentes para El círculo de Lectores de España.
—El sexo ha sido determinante en su obra y en su vida…
—Yo
vivía en el barrio Donceles a mis catorce años y estudiaba Artes. Ahora
pienso que había algo de ironía pues debía vivir en el barrio
“Doncellas”, pero ese territorio imaginario me tocó encontrarlo en mi
volcánica juventud. Recuerdo que un día de mi adolescencia mientras
dibujaba, llegado el momento del descanso, la modelo no se puso la bata,
que es lo usual después de posar media hora, y continuó “encuerada”,
¿se entiende esa palabra en Colombia…?
—No importa, si alguien no entiende, como en su anécdota del diccionario, que se convierta en escritor…
Cuevas riendo apagó su cigarrillo y dijo:
—Eso
es lo que me preocupa porque ya hay bastantes… Decía que la modelo
permaneció desnuda y se acercó a espiar lo que yo estaba pintando, e
inmediatamente me cuestionó: “¿Así me ves de fea?”. Le respondí por
reflejo: “Es que soy expresionista. ¿Por qué no te pones la bata, te
puedes resfriar?”. Entonces contestó: “Es que te voy a enseñar algunas
cosas”. A lo que yo ingenuamente respondí: “¿Acaso también pintas?” Ella
riéndose me dijo: “No tonto, algo más importante, a hacer el amor”. Era
el año 1948, hice varios retratos de mi sabia modelo; y ya han pasado
varias décadas pero creo que resulté buen discípulo.
—Siguiendo
con su precocidad: a sus veinte años expuso exitosamente en la Unión
Panamericana en Washington con críticas muy favorables de la prensa…
¿Fue en esa época que dibujó a Ezra Pound?
—Es
un acontecimiento que siempre me ha deslumbrado. Me pareció extraño que
se vendiera toda la muestra allí cuando mis cuadros eran de locos,
prostitutas y cadáveres… Muchos de ellos realizados en hospitales y en
el manicomio de la antigua Castañeda, en México. En cuanto a Ezra Pound,
le hice un retrato en su celda de hierro negro en el hospital mental de
Saint Elizabeth (Washington), una tarde muy calurosa de verano, pocos
años después de su terrible paso por la jaula de dos metros cuadrados,
en la que se le encarceló en Italia al ser condenado por traición,
debido a su programa radial donde apoyó a Mussolini. Mientras hacía mi
retrato le pregunté al poeta norteamericano si tenía calor, es raro pero
fue lo único que pude preguntarle, y él me respondió: “Siempre tengo
frío”. Me despedí con una sensación extraña en la garganta.
—En 1955, a sus veintiún años, exhibió en la Galería Loeb de París…
—En
esa obligatoria ciudad ocurrió una de las sorpresas más hermosas de mi
carrera artística. Un día el propietario de la galería que mencionan me
pidió que lo visitara con urgencia. Al llegar vi que dos de mis cuadros
tenían una tarjeta que decía Pablo Picasso: el nombre del comprador.
Asombrado pedí detalles y Edouard me mostró el libro de visitas donde el
genio había escrito: “José Luis, me dicen que eres un joven precoz, yo
también lo fui y creo que tienes un gran futuro en el arte…” Intenté
forzar al galerista para que me regalara la hoja, pues en verdad era
mía, yo era el destinatario, era un mensaje de mi propiedad... Él se
negó rotundamente y años después viendo una lista de Sotheby´s vi que
ese texto lo habían rematado por una cifra cuantiosa con otros
autógrafos de Picasso. Todavía me enojo al recordarlo.
—¿Cómo conoció a Chagall?
—En
París hice algunos grabados en un famoso taller donde mis compañeros
eran Chagall y Sabuki. El primero puso a su disposición sus sofisticadas
puntas de acero. El segundo mezclaba saliva con ácido como si fuese un
dragón de Comodo para obtener ciertos efectos, y yo al notar que su
experiencia era interesante un día le pregunté al artista japonés:
¿Maestro, me regala su saliva? Petición que fue aceptada entre risas.
—¿Cómo fue su vínculo enigmático con Warhol?
—Siempre
se me ha acusado de vanidad, pero lo que me interesa explicar aquí es
que por esos caminos secretos, inexplicables del arte, yo tuve que ver
en forma misteriosa con la consagración de Andy Warhol; explicaré
brevemente. El judío Eugene Feldman, director de una editorial para la
cual yo ilustré un libro de Kafka en Filadelfia, me hizo numerosas fotos
y un día de 1957 amplió una de ellas múltiples veces y comenzó a
colorearlas, y las desplegó por todo su taller. Warhol, quien lo
visitaba con frecuencia y era un simple diseñador de zapatos, llegó un
día y observó las fotografías con mucha atención y lo vimos partir en
silencio. Años después durante una exposición en Nueva York, cené con mi
amigo editor y por supuesto comentamos sobre el enorme éxito del dios
del Pop Art, y para ambos fue irrefutable que su idea de Marilyn, donde
aparecían imágenes de la bella actriz reproducidas en serigrafía, había
surgido esa tarde en Filadelfia.
—Usted ha dicho que en el éxito de Botero también aparece su luz tutelar...
—Botero
es un artista del jet-set, él no quería pintar una obra maestra sino
tener un yate y es admirable que lo haya conseguido. Recuerdo que un día
llegó a la habitación de mi hotel en Nueva York asombrado por el éxito
de un pintor efímero llamado Bernard Bufett, quien hacía seres
escuálidos, muy delgados. Yo le dije: “Fernando, si lo que quieres es
ser millonario pinta gordos”. Él contuvo la respiración, luego saqueó mi
botella de tinta china manchando torpemente mi cama y lo demás ya lo
sabe todo el planeta.
—En 1958 escribió su manifiesto contra el muralismo mexicano en el periódico Novedades...
—Durante
mis inicios el mundo del arte en México era bastante restringido. Si no
eras mexicanista tenías cerradas todas las puertas. Entonces escribí
una columna muy polémica llamada: “Cortina de nopal”, contra los grandes
muralistas. Esto lo complementé con caricaturas de Rivera, Siqueiros y
Orozco con el propósito de ridiculizarlos. En ese tiempo respetaba mucho
la obra de Orozco, pero hoy creo que excluyendo los grabados de
Guadalajara que son espléndidos, no era tan bueno, y pienso que sus
cuadros de caballete, con algunas excepciones, son mediocres. Es bueno
aclarar que ese manifiesto fue muy escandaloso y me ocasionó un veto
bastante prolongado, que sólo fue roto a mis 74 años cuando al fin pude
exponer en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad. Allí colgaron al fin
una retrospectiva de 258 obras, y aunque estaba emocionado porque la
crítica decía que se me había hecho justicia, creo que el hecho de ser
un artista excluido va mucho más con mi temperamento.
—¿Por esa época, a su regreso a México, surgió el grupo Nueva Presencia?
—En
realidad fue un colectivo abierto, sin dogmatismos, al que pertenecía
Arnold Belkin, Francisco Icaza, Rafael Coronel y el excelente dibujante
colombiano Leonel Góngora. Propendíamos por el regreso de la pintura al
caballete pues estábamos hastiados del muralismo.
—También en esa cruzada de los sesenta estaban Alberto Gironella, Pancho Corzas, Manuel Felguérez y Pedro Coronel.
—Sí, coincidíamos en búsquedas opuestas a lo establecido y para varios de nosotros el dibujo era una religión.
—¿Por entonces comenzaba el llamado fridismo?
—La
pasión por Frida Kahlo es un disparate. Todo empezó con la biografía
escrita por una gringa seguida por un alud mediático, y ahora para el
público normal ella parece más importante que Rivera, cuando en verdad
Diego fue un artista más significativo. Al visitar los museos del mundo
uno encuentra libros de Frida en tantos idiomas, que puede comprender
ese enorme impacto comercial. Yo por mi parte creo que el mejor cuadro
de Frida es un Rivera. Explicaré. Su obra titulada “Las dos Fridas” que
todos hemos visto, realizada en 1939, donde una arteria une los dos
corazones, no pudo haber sido pintada por Frida pues casi todos sus
cuadros son de pequeño formato (basta revisar su iconografía), debido a
sus limitaciones físicas: a que pintaba en la cama. Y esta excelente
pieza mide 1,7 x 1,7 metros, y cuando uno conoce los espacios reducidos
de su casa advierte que ese cuadro probablemente fue pintado por Diego. A
mí ya me detestan las feministas y los adalides de la cultura oficial
por lo cual no me atemoriza atizar una nueva polémica desde
Con-Fabulación. Por otra parte Remedios Varo me parece una artista más
motivante.
—Marta
Traba escribió un libro en 1965 titulado Los cuatro monstruos
cardinales donde lo sitúa al lado de Bacon, De Kooning y Dubuffet,
representantes de una neofiguración, que trabajaba sistemáticamente al
ser humano vulnerado…
—La
brillante crítica argentina alentó mucho mi obra, varias veces dijo que
era un dibujante incomparable y en ese libro me hizo sin duda un
reconocimiento inmerecido. Ponerme a mí en ese momento de mi juventud al
lado de esos tres admirables monstruos cardinales… Aún no salgo de la
perplejidad.
—¿Conoció a Francis Bacon?
—Estuve
en el asqueroso estudio de Bacon en Tánger, en Marruecos. Aunque ya se
conocía su gloria no era tan inaccesible como lo fue posteriormente.
Cuando lo saludé me dijo: “México es un país maravilloso”. Le respondí:
“Claro, la obra de Henry Moore surge de nuestro Chac Mool, de Chichén
Itzá, de esa maravillosa escultura que usaban nuestros ancestros para
sus sacrificios”. Pero Bacon me interrumpió en forma cortante: “No me
refiero a eso tan pueril, me han dicho que en su país abunda la
homosexualidad, lo demás son consideraciones estéticas sin importancia”.
No lo olvidaré. Había lienzos en el piso, estuve a punto de estropear
un cuadro al salir y por poco meto el pie en uno de sus botes de
pintura.
—Usted
fue pionero en México de muchas manifestaciones controversiales de la
contemporaneidad, pero al mismo tiempo es un crítico feroz del Arte
Conceptual…
—Realicé
el “Mural efímero” en 1967 en la Zona Rosa de la Ciudad de México, una
obra hecha para durar tan solo un mes, como protesta contra los artistas
que piensan que sus creaciones merecen la eternidad. Era una propuesta
filosófica necesaria. El evento fue registrado por todos los medios y
puede incluso verse actualmente por Internet. Luego, en el tercer
aniversario de mi museo, dupliqué la Gigante de ocho metros de altura y
ocho toneladas de peso que recibe a los visitantes; la hice como
escultura inflable y del mismo color de la original de bronce; recuerdo
que durante la ceremonia inaugural la gente miraba fascinada esa
clonación artística. En esa ocasión se me ocurrió también hacer una
serpiente con fotos donde aparecía realizando diversas actividades, y la
extendí con el fin de que recorriera todas las salas del museo; en
aquellos retratos se me veía incluso representando escenas eróticas con
algunas modelos, imágenes que fueron rápidamente sustraídas por la
gente. Cuando hacía un happening o una instalación, el público se
apropiaba de aquellas ideas, que tenían un sentido, una fuerza estética o
política. No había facilismo ni obviedad. Hoy puedo asegurar que el
llamado Arte Conceptual es una estafa.
—Usted una vez afirmó que la creación artística, en su esencia, debe reñir con el poder, ¿todavía cree eso?
—El
artista testimonia su paso por la Tierra y eso a veces se convierte en
denuncia. Yo protesté contra la Guerra del Vietnam en forma beligerante y
creo que eso tenía sentido, pero lo que hacen las nuevas generaciones,
constituidas por seres engreídos y egoístas, es otra cosa. Para ellos yo
soy simplemente un pintor “moderno” (es decir arcaico), mientras que
los integrantes de estas vanguardias inhumanas son artistas
“contemporáneos”. ¿Y qué entienden ellos por eso? Esencialmente que ser
contemporáneo es no reconocer el pasado y su objetivo es realizar obras
estúpidamente fáciles, que sean entendidas por todo el mundo, y que
logren escandalizar a las señoras. O simplemente que diviertan a los
vacíos adolescentes, lo cual es una desgracia.
Eran
las siete y media de la tarde, habíamos conversado durante más de tres
horas, y entonces presenciamos la aparición del conductor enviado por su
esposa Beatriz. Entendimos el signo radical. Intercambiamos algunos
catálogos de sus últimas exposiciones por nuestros libros y después de
los mutuos autógrafos nos aprestamos para despedirnos.
Caminamos
por callecitas sombrías de San Ángel hasta llegar al Paseo y
posteriormente a la escultura Los Siameses; ya comenzaba el crepúsculo.
Sentimos la urgencia de un tequila e intentábamos sin suerte parar un
taxi, hasta que después de algunos minutos uno se detuvo. Nos subimos.
Hablábamos con hilaridad y reconstruíamos fragmentos de la entrevista.
Cuadras más adelante, detenidos por un semáforo en rojo, el conductor se
volteó para mirar los libros del artista que hojeábamos sin cesar.
—¿Vienen de la casa de Cuevas? —preguntó.
(México D.F., octubre 26 de 2012)
Entrevista con Nicolás De la Hoz
El
sueño de Ícaro
Por
Gonzalo Márquez Cristo
Esta
conversación con Nicolás De la Hoz
(1960), cuya rigurosa obra artística es sustentada por una profundidad
reflexiva inusual, más que un itinerario por sus singulares mundos paralelos,
es un auténtico manifiesto creativo, la formulación estética y vital de un
infatigable soñador de “objetos de poder”. Aquí el luminoso retrato de su canibalismo
interior.
Nicolás De la Hoz,
fotografía de Sergio Trujillo Béjar
—El
fuego muchas veces corrige mis obras, las paso por la pira cuando sus aguas se
agitan bruscamente. Siempre he creído que debemos liberar al cuadro, obligarlo
a escapar cuando al aproximarnos al lienzo escuchamos su oleaje golpeando
contra sus bordes...
Me dijo
la primera vez que visité su refugio en el noroccidente de Bogotá, donde la
hierba de su Jardín de Freud, bautizado así en honor a su libidinoso gato
moteado, todavía mostraba señales del sacrificio pictórico acaecido días atrás,
durante la condena a la hoguera de alguna de sus obras insumisas.
—No le
concedo la vida a un cuadro por una simple expectativa comercial, ni siquiera
estética. Creo que todas mis pinturas que sobreviven implican un viaje al
averno, un tortuoso itinerario que si tengo suerte logra elevarlas a “objetos
de poder”. Hay algo devorador en ese proceso, lo sé, pero sólo entiendo el arte
como antropofagia.
Prosiguió
con voz grave sin sospechar aún que nuestra conversación estaba destinada a
continuar sin interrupciones durante varias semanas, a veces ante la serenidad
de su presencia y muchas otras en la agresiva soledad de mis vigilias.
—Usted vivió en La Habana, durante los
primeros años de la Revolución, ¿qué recuerda de esa época convulsa, cuando la
utopía comenzaba a confrontarse?
—Mi
padre era un ingeniero eléctrico bastante soñador que creía en la fraternidad,
sentimiento muy extraño ahora, razón por la cual viajamos a Cuba, pues
pretendía participar en ese laboratorio humano... Eran tiempos difíciles y como
se sabe regidos por la escasez, sin embargo todas las mañanas, encontrábamos
tres litros de leche en el umbral, y eso tiene un encanto que jamás pasaría
inadvertido para quienes hemos estudiado obsesivamente el psicoanálisis.
—El poeta francés Bernard Nöel decía que es
venturoso para los pobres nacer en Cuba y para los ricos en países donde la
desigualdad es más cruenta…
—Es
cierto, aunque siempre que pienso en mi nacimiento no me interrogo por el lugar
sino por el tiempo en el que caí. ¡No habría podido hacerlo en uno peor!
—¿Era perceptible para un niño el experimento
social que estaban inventando en la isla por entonces?
—En mi
espacio interior se construían realidades que posteriormente pude reconocer. En
La Habana vivíamos cerca al teatro Karl Marx que antes se llamaba Tiempos
Modernos por el genial film de Chaplin: le habían cambiado el nombre del
rebelde interior por el agitador colectivo… Espero que algún día recobre su
nombre original que hoy resulta más sedicioso… Pero existe algo que responde
con precisión a la pregunta: cuando llegué a Barranquilla sacaba mis juguetes
con ingenuidad para disfrutarlos con mis amigos como lo hacía en La Habana
cotidianamente, pero en mi nueva morada nunca me los devolvían, o me los
entregaban destruidos. Gracias a la Revolución compartir se había convertido en
culto.
—¿Comenzó a pintar durante aquellos primeros
años?
—Soy un
intruso en el arte... A los seis, en La Habana, vi a unos niños checos
dibujando con acuarelas, me acerqué con curiosidad y por primera vez supe que
el mundo podía caber en una hoja de papel. Quedé pasmado. No obstante comencé a
pintar años después, aunque tal vez mienta, pues las atmósferas derruidas de
mis cuadros son originarias de mi infancia habanera y barranquillera,
transcurridas en Miramar y en el barrio Prado Viejo, respectivamente.
—Y eso ocurría en un tiempo en el cual
todavía existían los sueños…
—Sí, es
fácil notar que hace un par de décadas nos fueron arrebatando aquellas fuerzas
que determinaron los acontecimientos más significativos por varios siglos y
quienes lo hicieron jamás notaron que al despojarnos del sueño también
sacrificaron la realidad: nos quedamos sin espacio existencial. Antes éramos
individuos, ahora fantasmas.
—La injusticia es algo que ya no tiene
críticos, la libertad, con el perdón de Delacroix ya no guía a nadie. “Mientras alguien padezca, la rosa no podrá
ser bella; mientras alguien mire el pan con envidia, el trigo no podrá
dormir…”, decía Manuel Scorza.
—Yo
miro atrás para ver preguntas no respuestas… Las consignas de la Revolución
Francesa fueron arrasadas… Para expresar alguna injusticia prefiero tomar un
camino oblicuo. Para representar una escena erótica soy un esclavo de la
sugerencia. Y aún más, yo apenas puedo contar la vida de personas que no tienen
sueños, o simplemente señalar algunos sueños que van a morir —comenta con
desolación—. Mira la luz tangencial de ese enorme árbol, esos son los rayos
agónicos, rasantes, que me agrada pintar…
Nicolás De la Hoz:
“Mujer caracol”
En la
distancia un urapán se estremece entre las manos del viento. Caminamos
lentamente por el jardín contemplando el cactus de los Cuatro Vientos, una
planta de ruda y un floripondio dorado, mientras Nicolás —lo digo con énfasis
pues así firma sus cuadros, sin utilizar el apellido, con la misma humildad que
lo hacía el atormentado Vincent—, me va presentando las hierbas que cultivan
para aliñar los alimentos, aquellas presencias aromáticas cuya patria es la
infancia: romero, menta, limonaria, laurel...
—Entiendo que volver de La Habana en esa
época era un evento de surrealismo político —comento para recobrar la
conversación.
—Nuestro
regreso de Cuba lo tuvimos que hacer viajando a Praga, París, Lisboa y Caracas.
Ese itinerario ilógico es una de las demostraciones del absurdo que instaura la
política. Así supe para siempre que todas las fronteras son cruelmente
imaginarias…
—A sus siete años su familia eligió residir
en Barranquilla... Su paisaje ha sido definitivo en su obra, el muelle de
Puerto Colombia es una de sus reiterativas representaciones…
—Fui,
tal vez soy, un desadaptado. Estudié en trece colegios en Barranquilla y fui
expulsado de seis. Al regresar a Colombia vimos cómo la Mano Negra perseguía a
la población progresista y sintiendo ese miedo en el aire advertí que sería un
extranjero en todas partes, un forastero en la Tierra, un hombre que debía
armar su carta de navegación cada amanecer… Los valores de esta sociedad
carecían de sentido para mí. Allí en una ocasión estuve a punto de suicidarme,
me sentía tan solitario, tan excluido. Mi padre tenía dos pistolas y las miré
con codicia… Sin embargo el viento mágico de Puerto Colombia que sopla en
varios de mis cuadros vino en mi ayuda. Un día mi abuela se soltó el cabello en
ese hermoso muelle y lo recuerdo como una ondeante bandera blanca. Años después
en ese mismo lugar, ya casi derruido, lancé al mar durante una tarde anaranjada
las cenizas de mi padre.
—En su pintura el tiempo parece estar
trabajando sin cesar; si uno se acerca con sigilo durante la noche, tal vez
podría sorprenderlo entregado a su acto preferido, el de roer…
—El
tiempo vibra en mis cuadros y se bifurca como la lengua de las serpientes. Me
gustan las casonas viejas, las máquinas oxidadas, los barcos inservibles, pero
también las personas de nuestros días acorraladas en una cotidianidad sin
esperanza. Existe algo bello en esa confrontación de instancias y de planos, y
un principio de belleza en toda erosión.
—Los dirigibles son hermosos, estoy seguro de
que su forma es la del sueño... El
DC-3 es un avión fascinante, parece que sus hélices fueran senos… —divago
buscando la pregunta—. ¿Sus pinturas de vehículos herrumbrosos o atemporales no
manifiestan lo reciente que se ha vuelto la antigüedad?
—No
había pensado que nuestra antigüedad apenas tiene algunas décadas, es
perturbador… En cuanto al dirigible, diseñado por Ferdinand Von Zeppelin, me
parece el vehículo más bello inventado por el hombre. Con frecuencia pinto el
Modelo 2 y el 3. De mi amor por estos artefactos que para mí son híbridos entre
un ser vivo y uno mecánico, surgió en 2009 la serie el Sueño de Ícaro, que conjunta el milagro del vuelo con el
arrasamiento que acecha su experiencia en el límite. No puedo olvidar que el
más famoso de estos navíos etéreos, el Hindenburg, se incendió en 1937, cuando
aterrizaba en Nueva Jersey. Admiro también el Douglas DC-3, y otros carromatos
antiguos y trenes. Las ruinas me seducen más que las selvas. Hay algo
maravilloso en todo declinar, en lo marchito... No es cierto que la belleza
habite en la primavera, nunca la he encontrado allí… Sé, como Rembrandt, cuya
obra vista personalmente es alucinante, que la belleza ronda la destrucción.
Su
esposa Fabiola, su más recurrente modelo, ingresa al jardín con dos copas de
vino. Nicolás admira el color de la bebida y observa a través del cristal
diciendo que en un brindis deben participar todos los sentidos, “incluso el
sexto, la intuición”. Olfatea la bebida escarlata, palpa la superficie de la
copa y la choca con la mía para producir un sonoro campaneo. De pronto se
muestra eufórico y por algo inexplicable los animales se agitan, giran
alrededor de nosotros. El gato Freud enloquece y salta sobre los dos perros
atravesando el jardín en diagonales. Nos quedamos inmóviles atestiguando ese
extraño performance.
Nicolás De la Hoz:
Serie: “Sueño de Ícaro”
—Existen
artistas que nos asombran más en los libros que en los museos como Gauguin, y
otros como Van Gogh, que cuando tenemos la suerte de ver alguno de sus originales,
taladra los ojos —divaga y luego pregunta inquieto—. ¿Gonzalo, es posible que
el pequeño Freud haya comido por equivocación la poderosa Flor de Campana?
—No lo creo, el horrible embrujo de “la
trompeta del ángel” es devastador...
—Entonces
el floripondio es todavía inocente... —dice sonriendo—. Soy un neófito en
plantas sagradas pero he estudiado compulsivamente el psicoanálisis. En una época tenía sueños lúcidos y a veces podía
pilotearlos como a uno de mis amados zepelines. Al mirar mis manos cuando
estaba soñando, lo cual era uno de los ejercicios propuestos por el chamán Juan
Matus para introducir la conciencia en medio de los itinerarios oníricos, me
esforzaba por hacerlas desaparecer y aparecer a voluntad, con relativo éxito.
Así entraba todas las noches mientras dormía con una especie de brújula, hasta
aprender que todo sueño es una danza con monstruos que necesitan amor —culmina
apasionadamente.
—Generalmente quienes estudian los sueños son
los insomnes…
—Lo
soy. Mi día tiene 26 horas, es decir que siempre despierto dos horas más tarde
que el día anterior, es algo tormentoso; no obstante duermo el mismo tiempo. Mi
madre decía que era extraterrestre, Fabiola sostiene que soy marciano... ¿A
propósito cuánto dura un día en Marte…?
—Muerto Bradbury no me atrevería a
responder...
El psicoanálisis y el surrealismo
orquestaron una rebelión de los sueños donde el privilegiado fue el deseo; pero
soñar es también un ejercicio plástico…
—Sí. El
inconsciente tiene un léxico tan reducido que debe hacer asociaciones. En Un recuerdo infantil de Leonardo Da Vinci escrito
por Sigmund Freud, asistimos al análisis de un episodio referido por el genio
del Renacimiento donde un buitre introduce una pluma en su boca, imagen que
fundamenta según el austríaco su homosexualidad latente. En la famosa pintura Santa Ana, la virgen y el niño se puede
apreciar a un ave invertida formada por la falda de María, y eso sumado a
algunos testimonios de Leonardo donde afirma que el sexo le era repulsivo,
complementan ese estudio extraordinario...
—Leonardo decía algo muy divertido en ese
libro —recuerdo—, que todo escultor tiene aspecto de panadero por el polvillo
del mármol que se posa en su rostro, seguramente para ironizar a Miguel
Ángel... ¿Pero del gato Freud cabalgando sobre los caninos que se puede
interpretar?
—El
gato está muy travieso hoy, es verdad… Sin embargo no podemos olvidar que los
sentidos minimizan el mundo y que eliminar el verdugo de la razón, es una
premisa de todo artista verdadero. La intuición, que pareciera ser una pesca en
el inconsciente emprendida con una caña de luz, me protege… Una respuesta a la
tiranía de la razón me llevó en 1997 a la serie Vuelo interior, donde aparecen por primera vez en mi obra los
aviones DC-3 que le parecen eróticos —se burla Nicolás—, cuyo primer cuadro fue
vendido en Christie´s y debí sacarlo por la ventana debido a su enorme tamaño
de dos metros. Me asombraba ver a ese aeroplano volando hasta el andén. En 2005
inauguré Cartas de navegación, otra
de mis críticas a la prepotencia racionalista, donde unos seres con paraguas me
ayudan a rendirle tributo a los privilegios del inconsciente. Uno nunca alcanza
a la madre, nos enseñó Freud. Jamás logra la vuelta al vientre que debe ser
toda gran obra de arte. Por eso el mejor dibujante es un fracasado eterno,
porque nunca podrá resolver el misterio que es ingresar en el origen —agrega
con un tinte de desesperación—. Voy a confesar algo: me he obsesionado por
pintar desde la oscuridad, como un ciego que va tanteando su mundo…
Nicolás De la Hoz:
“Sueño de perros”
—En una escena del Color del paraíso de Majid Majidi vemos como un niño ciego
comienza a leer el mundo en Braille. Lee las piedritas de un manantial, los
pétalos de unas flores, todo lo convierte en lenguaje…
—Es una
escena magnífica. El arte es un fragmento de la realidad que al distorsionarla
crea otra realidad. Si una obra no es el resultado de una experiencia interior
es innecesaria… Los pintores hacemos lo mismo que el niño ciego de esa
película, traducimos las formas a líneas. Nada es más abstracto que un dibujo.
Cuando se pinta un paisaje se sabe que el horizonte no es una línea, que es
tierra, rocas, árboles, y aun así persistimos.
—Siempre lo pensé: los mejores pintores son
los ciegos —digo sonriendo.
—Un artista debe potenciar lo intangible.
Conmover trascendentemente… Ejercito el universo erótico y también el paisaje
urbano, invento planos imposibles. Y sé que todo arte es abstracto: es una
abstracción de la realidad, un poner en dos dimensiones algo tridimensional… Pero
además que todo arte es conceptual: pues siempre tiene un concepto. En verdad
las categorías son falaces. Yo sólo pretendo que mis cuadros imanten como un
pezón, como una hélice.
—Parece un especialista en erotismo metálico…
—digo para vengarme—. Su pintura es táctil, su materia es siempre protagónica,
y sin embargo no se puede entender sin el dibujo; se podría incluso decir que
en ella las tonalidades son controladas. ¿Cree que un colorista es el que ha
podido descifrar el gris?
—El
dibujo es más reflexivo y el color más emocional. En el gris hay algo
indefinido, siniestro, ambiguo, que lo hace fascinante. La pintura es más
libre, pero el dibujo más esencial. Un día para rebelarme contra mi origen,
contra la cuna, decidí utilizar colores bruscos, alejarme de los grises… Lo
cual fue desgarrador.
—Una feroz autocrítica y una gran
laboriosidad caracterizan su oficio artístico…
—Sin
duda… Me colgaba pesas en las muñecas para fortalecer los brazos y así poder
pintar sin descanso. Cuando abandoné Ingeniería Electrónica e ingresé al taller
de David Manzur, ya viviendo en Bogotá, dibujaba dieciséis horas diarias pues
creo que cuando un artista asume una idea no debe tener limitaciones técnicas,
sino estar provisto con todos los recursos para arriesgarse a buscar su mitad
invisible. Plasmar es dar cuerpo, lo cual es muy difícil. Es provocar una
trampa visual, un engaño magno. Cuando estoy pintando unas veces siento a
Tiziano observándome por encima de mi hombro, otras veces a Vermeer, y no puedo
defraudarlos.
—Y supongo que a Leonardo Da Vinci siempre…
El biógrafo Fred Berence arguye que la estirpe del primero era olímpica,
mientras Miguel Ángel era titánico...
—Leonardo,
el inconcluso, es mi artista predilecto, su pintura es muy reflexiva. Es
notable la síntesis del biógrafo que menciona… En cuanto a Miguel Ángel, es sin
duda más emocional… Me encanta el arte del Renacimiento, del Barroco. Estoy
seguro de que una parte de mi espíritu nunca llegó acá, jamás ingresó a esta
época harapienta. Pero yo admiro la existencia más que las obras. Mis
influencias están afuera, tal vez más en la física o en la literatura: Max
Planck o Raskólnikov, me despiertan motivaciones múltiples.
Freud
de nuevo salta e ingresa a la sala atropelladamente. La declinante luz del sol
se ensaña con el colosal árbol en la distancia. Nicolás comenta que el próximo
mes un amigo le regalará un Hikuri para culminar la triada mágica de su jardín.
Brindamos por su futura divinidad.
—Varias de sus pinturas están tuteladas por
la asombrosa idea de William Blake: “Si las puertas de la percepción quedaran
depuradas todo se le mostraría al hombre tal cual es, es decir infinito...”
—comento señalando el horizonte oscurecido.
—Es
cierto. El vino y las plantas mágicas saben que la razón es un elemento de
estorbo para ver el universo —dice bebiendo un largo sorbo—. Mi serie Los aprendices, creada bajo la brújula
de Castaneda, sugiere que una obra de arte debe provocar un cambio de
conciencia. Y me obsesiona aquello que se denomina Numen, una entidad
metafísica sentida pero no percibida, una señal que nos acecha en lo
invisible...
—¿Cree en el artista como un constructor de
nuevos tótems, en el arte como adivinación?
—Tal
vez… Soy un personaje esquivo, que se esfuerza por tener un ojo en la nuca y
otro en los dedos, y que utiliza la pintura para que sus sueños no puedan
escapar. Batallo por percibir el mundo de un modo irresponsable, por traducir
al tacto los colores, por recuperar el salvajismo cuando pienso… Pero nunca
inicio un cuadro si mis manos no están huracanadas y si no estoy preparado para
maltratar mi espíritu hasta hacerlo sangrar...
Hace
frío. Contemplo un paraguas abierto de un color imposible. Percibo los aromas
de la cena. Nos llaman a la mesa. Alguien dibuja en un planeta alterno, inventa
atmósferas, realidades paralelas… Alguien pinta en Braille. Interroga el
silencio… Escucho la respiración de un Zepelín. Un avión antiguo despertando.
El viento arranca una temeraria flor amarilla. Advierto que mis manos no
desaparecen. Sorprendo a Freud durmiendo en la casa de los perros. Y antes de
entrar veo a Ícaro, con sus alas plateadas, nuevamente volando.
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