Por Iván Beltrán Castillo
En el siguiente reportaje, uno de los autores más prolíficos de la desigual y controvertida narrativa post-macondiana, reflexiona en tono confesional sobre el génesis de la pasión creadora, confiesa los hechos fácticos que lo llevaron a esculpir ficciones, divaga sobre los instrumentos que fortalecen el atrofiado músculo de la imaginación y, como una primicia, renuncia para siempre a robar el fuego de la poesía.
Cliente devoto del diván psicoanalítico durante once años tempestuosos, en los que debió sofocar la carga de abigarradas visiones nocturnas, remordimientos solapados, miedos intestinos, y de una nutrida colección de arcanos que habrían hecho las delicias de André Bretón, Paúl Delvaux o Luis Buñuel, este escritor bogotano, el más joven de una estirpe de discretos demiurgos, únicamente halló la puerta de su liberación y su sosiego mediante el puntual y disciplinado ejercicio de la ficción literaria, del que son pruebas las tres novelas que conforman su trilogía bogotana –Según la costumbre, Delante de ellas y Los Otros y Adelaida-, suerte de memoria intimista de nuestra urbe, así como su reciente Santa Rita, pequeño retrato de la picaresca educación sentimental de un puñado de niños en un barrio de Cali.
“Durante mucho tiempo –afirmó para introducir el reportaje– supe que deseaba o, mejor aún, necesitaba ser escritor, pero no encontré los arrestos y la fuerza para embarcarme en tan abisal empresa. Como debe sucederle a muchos, la urgencia inenarrable, el impulso imbuido de placer, eran coartados siempre por el principio de la realidad. Yo he sido otro protagonista de la vieja querella entre las dos principales pulsiones que hostigan al hombre. Como un puñado de granizo, aquel llamado se diluía en la rutina, los horarios regidos por la convención, los formulismos sociales, los abrazos ilusorios de los triunfalistas, la bohemia ejecutiva, high class, en la que reverencié excesivamente el uso del dadivoso whisky, y los equívocos triunfos económicos, tal vez los mensajeros principales de la gran farsa. Tuve cargos de altísima responsabilidad en empresas de renombre –prestigiosas aseguradoras, emporios de la floricultura–, y estos hacían sonar festivamente las alforjas. La vida me había llevado por una senda completamente ajena a mi verdad más secreta, y a pesar de su ropaje triunfal todo el boato empezaba a medrar mi sensibilidad de manera feroz y clamorosa”.
Gonzalo Mallarino Flórez recordaba todo aquello, contemplando desde una ventana los idílicos jardines del Gimnasio Moderno, donde trabaja hace más de cinco años como gerente o, mejor aún, procurador, nombre poético y teatral, que a él le place más y con el que designan desde siempre el severo cargo en esta mítica institución del norte bogotano. Observándolo, en esa mañana lluviosa, tonificados por el sabor agreste de un café cerrero, me pareció un gentil escribano de otro tiempo, un rozagante tabernero de Dickens, o tal vez un pretérito y benévolo doctor de familia de aquellos que además de su labor facultativa actuaban como padrinos, consejeros y humanistas, y a los que él retrata en sus novelas; pero además, palabra tras palabra, se me develaba como un gran buceador de la conciencia y el alma femenina desde el territorio de la prosa, un contrabandista de hipersensibilidad. Tiene brochazos de cachaco decimonónico –pensé-, y sin embargo hay algo en su semblante que delata un profundo conocimiento de nuestras reiteradas y acongojantes tragedias.
“Las páginas de mis libros, que ahora ya no son del todo míos sino que pertenecen a un grupo de lectores animosos, vinieron a remplazar mis largas jornadas de confesión y severo espionaje psicoanalítico –dijo como liberándose–. Mis criaturas de tinta son una revancha. Mis temas centrales –la mujer, la enfermedad, el cambio perpetuo de la sociedad, la presentación del mal, la nostalgia irredenta y el amor contrariado– pusieron fin a la farsa con la que, durante mucho tiempo pretendí estafar a la existencia. No me siento sonrojado al decir que le fui desleal a mi naturaleza, que en algún instante tuve pactos con la vanidad, y que me hice militante y víctima de Narciso, ese ridículo animal teológico que nos tiraniza fundando el esperpento de una felicidad mezquina. Pero ahí estaba, providencialmente, el llamado de lo otro”.
“Es cierto que empecé mi quehacer literario –rememoró– en la zona inaprensible y sagrada de la poesía. Debo reconocer, sin que esto tenga el menor tufillo de pedantería, que desde siempre tuve una enorme facilidad para versificar, encontrar el ritmo, la cadencia y la fracción de silencio que, aliados, levantan el cuerpo resplandeciente del poema. Y lo hice con asombrado regocijo, sintiéndome liberado de una parte de mis cargas, mis culpas, mi derrotero existencial no carente de opulenta y activa dimensión trágica”.
Pero la satisfacción era parcial. Quedaba siempre un reducto de muda desazón, de indómita nostalgia. En aquellos poemas, Mallarino se recreaba, se reinventaba y se deshacía de todos los velos, con la impudicia escandalosa que solamente llegan a tener las putas y los artistas. Y cuenta entonces: “una noche, mientras leía Enemisse of Promese de Cyrill Conolly, me tropecé con una frase luminosa que actuó en mi conciencia como el hacha más dentada, y en la que el genial inglés dice: “tardé mucho en reconocer el disgusto que me producía mi propia personalidad”. Aquella densa descarga verbal me tuvo absorto. La repetía como una salmodia, y la noche en que la dilucidé estaba enterrando, quizá sin saberlo, al poeta que había sido y asistiendo al alumbramiento del prosista que vendría, y ahora lo entiendo todo con una gran claridad: escribo novelas para escapar de mí, porque siempre he sospechado del pretencioso yo, expelo cierto tedio hacia mi identidad, no me interesa para nada el señor Gonzalo Mallarino, y eso, sospecho, camina en contravía del poema y abre la compuerta del cuento o la novela. Por eso ya nunca escribiré versos.”
LA CIUDAD Y LAS MUJERES
En su oficina del Gimnasio Moderno es fácil realizar una ceremonia mayéutica. El día de nuestra entrevista, bañada en café oscuro, sentí la satisfacción que le recorre al haber encontrado en este lugar, que se me antoja de atmósfera platónica, el islote largamente anhelado para reinventarse. Llovía y el agua, repiqueteando en los antiguos techos, resultaba musical, como una discreta sonata que acompañara y afinara los recuerdos, tanto los verdaderos como los imaginarios.
Entonces habló de las mujeres. No solamente de las que transitan por sus obras, y que “sienten el monstruo de la historia colombiana muy adentro de sí, quizá en el sexo o tal vez en las entrañas”, sino también de sus modelos de este lado, empezando por Carmen Restrepo, su compañera, historiadora y filósofa, y quién está tan ciegamente convencida de sus creaciones como la loca y magnífica Betty Blue inventada por el cine.
Al escucharlo, yo recordaba esa casta de bellas mujeres que ha esculpido en sus creaciones, que reflejan los pálpitos de la ciudad y que son, ni más ni menos, su harén imaginario. Él, como un inventor cauteloso, se entregó a justificar su existencia: “ellas son mujeres que hemos amado largamente, pese a su tribulación y su fatiga. Mujeres que habitaron y embellecieron Bogotá en distintos momentos de la historia, y que, como lo cuenta cada uno de los tomos de la trilogía bogotana –cuyos argumentos no referiremos aquí para no desembrujar su lectura–, asumieron discretamente el dolor de existir y se enfrentaron con las formas temporales que les propugnó la tragedia. Mujeres dulces pero luchadoras, amantes y guerreras, de cara a las contingencias de su época: combatiendo la sífilis a finales del siglo XIX como Raquel en Según la costumbre; jugándose la propia vida en un hospital para sofocar las fiebres puerperales que hicieron estropicios en la década del cuarenta, como, Alicia Piñedo en Delante de ellas; o, como Adelaida, la última de las heroínas del friso, protagonista de Los otros y Adelaida que había perdido su pequeña hija en el bombazo de 1989 al Das, y que batalló sin tregua contra la enfermedad de la ausencia.
Aquella vindicación abrió el espacio para comentarle a mi víctima que lo detecto como uno de esos hombres feminizados, vulnerables, no muy pragmáticos, levemente ahistóricos, con frecuencia adeptos a la creación, que no se dan mucho en estos trópicos y que a la postre resultan los mejores compañeros y amantes, gracias a que entienden los intersticios del esplendoroso y tenue enigma femenino. Postulé que sus imaginerías son la prueba. Inmediatamente lo activó el furor, me otorgó la razón y postuló: “por supuesto que soy femenino. Aborrezco el machismo ancestral que nos devora y nos separa de los únicos seres que pueden salvarnos. Creo que esa devoción y esa fe quedan plasmadas en todas y cada una de mis líneas. La cosa viril me produce serias dudas. Siento verdadera repulsa por el discurso genital, retórico y estúpido, con el que hemos degradado nuestra condición de hombres, arruinando de paso la vida de las mujeres. Me fascina, en cambio, el modo de sentir, de gozar y de sufrir, la óptica privilegiada con la que las ellas, como unas diosas caídas, aprehenden y leen el universo
EL CUERPO Y LA GLORIA
“La enfermedad es el alarido del cuerpo –dijo, después de una tregua en la que hablamos de árboles y pájaros, y se frotó las piernas como espantando a la ingrata visitante–; por eso, al lado de la miseria física y moral que ha coexistido con nosotros y que le otorgó su pasaporte al infierno a esta gran urbe –expresándose a veces en imágenes extremas y crueles como telas de Goya–, la dolencia física ocupa un puesto clave en mis trabajos. No sé si notes que en ellos hay siempre una fijación radical por las enfermedades de moda, las que tuvieron en vilo a la colectividad y nutrieron las pesadillas y el inconsciente de nuestros choznos o abuelos o padres. La enfermedad, creo, es mucho más que un cuadro clínico... es un estado del alma, una vigilia en la que el espíritu se aguza y se refina, un diálogo entre lo trascendente y lo finito, una ordalía donde escuchamos la voz de nuestros órganos, masa física que nos reclama y cuestiona, que es nosotros pero también algo ajeno, en resumen se trata, más allá de lo evidente, de una expiación en el sentido cristiano de esa temida palabra.”
Quedamos exhaustos, después de nuestro paseo por el jardín de la muerte. Entonces, para disimular la gravedad del minuto y rematar el gozoso interviu, le pregunté a Mallarino, clishé ineludible, sobre aquellos escritores-bitácora que le han nutrido y nombró con deleite al equipo del Siglo de Oro español, a Carson McCullers, Henry James, Azorín, Valle Inclán, García Márquez, Fernando Vallejo y, por supuesto, a Marcel Proust quién, según le parece, no fue otra cosa que “el enorme agrimensor de la memoria”.
Con malévola intención le inquirí entonces sobre la literatura actual, sobre sus compañeros de tiempo, de generación, tal vez de editorial, recordando tal vez aquello de que nadie le quiere deber nada a sus contemporáneos. Mallarino, sin embargo, asumió la pregunta con alegría, como si la cuestión no le importara demasiado:
“No sé cuántos lectores tengo –exclamó–. Prefiero hablar de la fidelidad de uno devotos. Posiblemente nunca tendré el cartel y la promoción de Santiago Gamboa, Jorge Franco o Marío Mendoza y eso no me importa para nada. Como te confesé, las ventas ya no son mi fuerte”.
Cuando terminó nuestro fraterno batallar periodístico me despedí y salí a los prados del Gimnasio Moderno empezando a organizar el reportaje en mi cabeza. La charla había sido fluida y placentera, natural, lo que siempre convoca el desorden anárquico de la memoria. Había escampado y el aire me llenó de optimismo hacia el relato por escribir. Me alejé pensando en cómo resultará la nueva novela del procurador, del cachaco, del extriunfalista. Según me confesó, la pintura será el tema central, y milagrosamente escucharemos hablar a Leonardo, Boticelli o Tiziano...
Espero que esta nueva invención de Gonzalo Mallarino –pensé– me produzca menos terrores. A su díscola fantasía le debo unas cuantas pesadillas en espectrales quirófanos, en suburbios alarmantes, en goyescos lenocinios, en casas vampíricas que pertenecen a la realidad pero también a los sueños, en residencias republicanas donde el amor no estaba aún legalizado, y en los recovecos umbríos de una Bogotá que, a pesar del tiempo y sus máscaras, sigue siendo la misma.
(Todas las novelas de Gonzalo Mallarino están editadas por la editorial Alfaguara).